No hace mucho, un compositor al que respeto en lo profesional y más en lo personal, me dijo a raíz de una crítica negativa que hice a una banda sonora suya algo así como que aplicar análisis con sustancia en según qué películas no tenía mucho sentido. Le contesté que no estaba de acuerdo: hay tantos precedentes de películas malas con estupendas bandas sonoras con sustancia que eso obliga a no bajar el listón de la exigencia, y creo que la condescendencia solo puede ser aceptable en determinadas circunstancias (problemas en la producción, etc), o con quien no tiene experiencia.
Hoy se estrena El cuco (23), película de Mar Targarona que ví hace unos días. Me pareció terrible en prácticamente todos sus aspectos, incluyendo la banda sonora de Diego Navarro: no me refiero a la música en sí, muy pulcra, sino a su empleo. Ciertamente -en este y en cualquier otro caso- la responsabilidad no siempre recae sobre el compositor, aunque quien firma es también partícipe. Aquí a la falta de ideas, valentía y confianza de la directora en la música -más allá de lo obvio- se suma un guión pobre y pueril (entre tantas otras cosas, si no sabes cómo hacer que el personaje transmita a la audiencia información importante, le pones un perrito y que se lo diga todo a él) y la suma dirección+guion+música resulta en una gran resta cuando existe el recuerdo de tantas películas similares que dieron como resultado grandiosas sumas.
La próxima semana volveré a ver la película -ya sin el condicionante de los referentes que venían a mi cabeza durante la proyección- y publicaré mis consideraciones argumentadas sobre esta banda sonora, donde los referentes serán de todos modos inevitables. Ya he publicado mis impresiones sobre la música y su uso en A Haunting in Venice (23), que he visto esta misma mañana y que también se estrena hoy. Nuevamente, los referentes han estado presentes durante toda la proyección, y en un triple sentido: la música en las películas basadas en novelas de Agatha Christie, las de casas encantadas y las películas de Kenneth Branagh. En las tres perspectivas Hildur Guðnadóttir sale perdiendo por no resistir posible comparación. Los recuerdos a Richard Rodney Bennett o a Nino Rota respecto a Christie o a Sarde o Williams respecto a casas encantadas o mediums no son tan dolorosos como sí lo es el recordar lo que era Branagh con Doyle y lo que es sin él. Pero, claro, se tiene que haber conocido a Branagh con Doyle en sus tiempos de esplendor para comprender la bajada.
Los precedentes y referentes, a veces, hacen sufrir a quien ve películas. ¡Ojalá no existiera esa memoria! Pero si no existiera, por otra parte, sería imposible emocionarse con películas como la de Nani Moretti, El Sol del futuro (23), que hoy también arranca su carrera en las salas de cine y que, en lo que a mí concierne, es una obra maestra, consecuencia de tantos referentes que, por conocerlos, hace conocer y entender mejor esta película. Y en este caso es al contrario que las películas de Targarona o Branagh: de no conocerlos, sería una película y una música (del gran Franco Piersanti) mucho menos entendible. En dos semanas, por cierto, se estrena Cerrar los ojos (23), de Victor Erice, una película que resultará inentendible a quienes no conozcan la obra previa del director. Referentes, referencias... Los referentes marcan la exigencia. Y marcan también la diferencia.