capítulo anterior: Años dorados (IV): Fantasía y cine negro, el color de Miklós Rózsa
En los años treinta, especialmente los cuarenta y hasta principios de los cincuenta la Universal produjo infinidad de filmes de terror, por entonces considerados de mero entretenimiento y hoy en día valorados como clásicos del cine: el hombre invisible, la momia, Frankenstein, Drácula y el hombre lobo, junto con otras espeluznantes criaturas surgidas de experimentos científicos, fueron exponentes de cómo se podía conjugar extraordinarias dosis de inventiva con los limitadísimos presupuestos a los que habían de hacer frente tanto productores como directores y músicos. La Universal era uno de los estudios más modestos de la época y no se podía permitir grandes presupuestos, por lo que los compositores debían realizar enormes esfuerzos e imaginativa para sacar partido a las estrecheces con las que se movieron. Como muestra de ello, la maravillosa The Bride of Frankenstein (35), con música de Franz Waxman. Pero lo cierto es que la calidad de la mayor parte de las producciones dejaba bastante que desear, siendo importantes por tanto los músicos. Hans J. Salter lo relató así:
Las películas de terror de la Universal suponían un gran reto para mí (...) porque era evidente que, viéndolas cuando todavía no tenían música, la partitura debía jugar un gran partido en su efectividad (...) Un buen número de esos filmes no era bueno (...) Se debía crear el terror con la música, y elaborar una tensión que no existía en la imagen (...) Llegué a ser conocido como El maestro del Terror y el Suspense (Karlin. ob.cit. pp. 168-169)
De origen vienés, Salter emigró a Estados Unidos tras una breve etapa en el cine alemán y entró a formar parte de la Universal, para el que trabajó en abundantes filmes. Se destacó entre un amplio plantel de compositores que también trabajaron para el estudio, muchas veces aunando esfuerzos para un mismo proyecto: William Lava, Paul Sawtell, Frank Skinner, Charles Previn, Charles Henderson e incluso Henry Mancini, quien se inició en el estudio a las órdenes de Salter adquiriendo una gran experiencia que repercutiría en su trabajo posterior. Títulos como The Wolf Man (41), The Black Cat (41), The Ghost of Frankenstein (42) o Creature from the Black Lagoon (54), entre muchos otros, estuvieron dotados de gran imaginativa musical altamente efectiva para los propósitos que se intentaban abordar: sugerir atmósferas nebulosas, recrear intriga y también paliar notorios defectos técnicos. La escasez monetaria era compensada por el empleo de instrumentos inhabituales, dando tonalidades atípicas y exóticas, así como contrastando músicas inquietantes con temas románticos llamativos, o con el uso recurrido de leit-motifs. En su día estas partituras fueron ignoradas, pero en la actualidad han obtenido un justo reconocimiento.