Un Victor Frankenstein brillante, obsesivo y ególatra, que en su ansia por desafiar a la muerte crea una criatura condenada tanto por su aspecto como por la ambición de su creador.


Como no podía ser de otra manera en una película de Guillermo Del Toro hecha con recursos ilimitados, este es un apabullante y deslumbrante festín donde el director despliega toda su imaginería visual, también en lo que respecta al diseño sonoro y por supuesto al empleo de la música. Desplat aporta lo mejor de sí mismo pero la película, como sucede con el monstruo y su creador, acaba por destruirle, al menos en parte. El conjunto de su partitura es de una excelente, impecable, elegante e intensa belleza y refinamiento, con algunas secuencias memorables. Entre ellas, y muy destacadamente por lo sobresaliente, la de la creación del monstruo, que enfrenta virulentamente lo desagradable de la manipulación de trozos de cadáveres con un sublime vals -estilo que ya había sonado en la preparación previa- que celebra y en nada condena esa creación, pues insufla de vida lo que está a punto de dejar de ser muerte, además de mostrar la pasión e ilusión del doctor. También es reseñable la delicadeza, casi morriconiana, con la que Desplat aborda el primer encuentro entre el doctor y su creación, semejante a un conato de tema de amor y que será el tema con el que el monstruo cierre la película, o, en menor medida, el que tiene Elizabeth con la creación, o la intensa música para la escena en que Victor intenta destruir al monstruo, pero son músicas que no llevan a nada significativo.
Hay ciertamente varios momentos en los que el protagonismo dramatúrgico de la música es sublime y poético, gótico, intensamente lírico, a ratos ténebre y en otros romántico, pero son más los momentos donde la música está para subrayados pero sin establecer una continuidad, un flujo musical, aunque funcione mejor como viaje sensorial, emocional, pero escasamente narrativo: no hay temas musicales definidos y claros que se desarrollen y evolucionen explicando y referenciando a los personajes, de los que poco se muestra a través de la música salvo las sensaciones y emociones momentáneas, como la mencionada creación u otras en las que la música expone las emociones del momento. Victor tiene un tema, el que abre la película, y que aparece en varias ocasiones como marcando el camino hacia su fatídico destino, pero es un tema que acaba diluyéndose, ahogado entre otras músicas y no llega a formar un tema claro ni una voz entendible. Y nada hay concreto para el monstruo, más allá de las músicas que reflejan lo que piensa y siente cuando el personaje sí forma una personalidad y va más allá de ser un monstruo sin razonamiento. El doctor Frankenstein le ha dado vida pero Alexandre Desplat no realmente.
La mayor parte de su música no está en los personajes sino en los escenarios, en la fotografía, en los espacios, y sobre todo en la mirada externa, la del director y la que se impone a la audiencia, pues la de Desplat resulta más una música para impresionar y gustar que para explicar: no existe tema musical que se desarrolle, que forme un arco dramático que muestre y demuestre una evolución en los personajes. Sí, Desplat aporta un lirismo casi operístico y también casi omnipresente, hiperbólico, pero invade cada escena de una emoción prediseñada, programada, dirigida a generar un impactos de inmediatez, de corto plazo. Es superlativa en su grandilocuencia gótica e intensidad dramática (la escena de la conversación en el camarote entre monstruo y creador, por ejemplo) y, aunque siempre sincera, nunca impostada y desde luego de hermosura grande, acaba por resultar sobrecargada de exquisitez y pulcritud, saturante y agotadora. Es una aportación acorde con la estética pero sin rumbo dramático y narrativo claro a lo largo de la película y sus personajes, como sucede con el mencionado tema de amor del que tanto provecho se habría podido sacar para marcar la complicada relación entre creador y creado pero que finalmente queda casi en la irrelevancia.
