Una mujer se dispone a acabar con su vida al no haber superado la muerte de su hijo, pero la interrumpe una extraña niña y con ella se enfrentará al pueblo que la marginó, al marido que la abandonó y volverá a sentirse una madre.
El compositor firma una banda sonora sinfónica, coral y electrónica para el género de terror en el que prioriza lo dramático poniéndolo en un primer plano explicativo. La música electrónica sirve para recrear el entorno del infierno, siniestro y tóxico, opresivo. En ese contexto se desarrollan dos grandes temas musicales que evolucionan y se encuentran: en primer lugar, el tema del Diablo, una melodía en forma de nana con el violín como instrumento líder y que en cierta manera tiene aires a lo Christopher Young por su singular refinamiento y su tono de celebración (del mal). Frente a ella está el tema de la protagonista, con violoncelo, que expone su vulnerabilidad y quebranto emocional pero que también acaba por ser de celebración (de la maternidad). El diálogo, la interactuación y la espléndida resolución de ambos temas en el tramo de los últimos veinte minutos salva una película que, durante la mayor parte de su metraje, los desaprovecha por un confuso montaje y aplicación caótica que difumina su gran poder dramático y narrativo.