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AÑOS DORADOS (VIII): CONTINUIDAD FRANCESA Y BRITÁNICA

01/11/2017 | Por: Conrado Xalabarder
HISTORIA

capítulo anterior: Años dorados (VII): Tres en la cumbre

Al contrario que la fagocitadora industria norteamericana, el cine francés no conoció nuevos grandes nombres entre sus compositores y las películas galas más notables se beneficiaron de aquellos que ya habían hecho acto de presencia a principios de los treinta. Georges Auric, por ejemplo, tuvo ocasión de escribir coloristas partituras en filmes como Macao, l’enfer du jeu (42), pero también intensas obras como La symphonie pastorale (46). Fue la de esta una música dramática, mezcla de pasiones contrapuestas y de sentido fatídico. Todo lo contrario que sus exultantes partituras para tres filmes de Jean Cocteau: La belle et la bête (46), L’aigle à deux têtes (47) y Orphée (49). La de La belle et la bête es justamente considerada una de las partituras más sobresalientes de la historia del cine francés.

Jacques Ibert siguió colaborando con Julien Duvivier, pero sería recordado por la sombría y agresiva partitura dramática de Macbeth (48), de Orson Welles, en la que buscó la provocación de estados de violento caos y cariz grotesco. Joseph Kosma, por su parte, hizo una admirada partitura para La grande illusion (37), de Jean Renoir, en la que incorporó la esencia de la música gala de la época de la Primera Guerra Mundial para aderezar los componentes patrióticos, con melodías de gran dramatismo que le sirvieron para apoyar el sufrimiento de la Francia ocupada. Este sentido enfático de su música se repitió en La marseillaise (38), en tanto que para La bête humaine (38) llevó su intensidad dramática a niveles de máxima desesperación, avanzando el fatal y trágico destino final del personaje principal. Para acabar, dos títulos más avalan la importancia de Kosma en el cine francés: Les enfants du Paradis (45) y Les portes de la nuit (46), ambas de Marcel Carné, con elaboradas melodías románticas y dramáticas.

En la Gran Bretaña sí aparecieron nuevos compositores destacados, pero sin cambios en el tipo de música que se aplicaba. De los que ya habían trabajado, sobresalió William Walton especialmente con las versiones cinematográficas de Shakespeare que interpretó y dirigió Laurence Olivier: Henry V (46) y Hamlet (48). Un compositor británico de aún mayor prestigio concertista que Walton fue Ralph Vaughan Williams, cuyo legado dejó profunda huella en la música de su país y en la europea en general. Trabajó ocasionalmente en el cine y es recordado por la triunfal 49Th Parallel (41). No al mismo nivel, pero también respetado, fue Brian Easdale, colaborador en algunos de los mejores títulos del tándem Michael Powell-Emeric Pressburger, como Black Narcissus (47) o especialmente The Red Shoes (48), melodrama sobre el mundo del ballet con un número final de veinte minutos basado en el cuento de Andersen sobre unas zapatillas mágicas que hacen danzar a una muchacha hasta la muerte. Otro nombre bienvenido al cine británico fue el de William Alwyn, que sustentó su labor en el cine en diversos documentales realizados durante la Segunda Guerra Mundial y en películas de prestigio, en particular dos de Carol Reed: Odd Man Out (46) y The Fallen Idol (48). Richard Addinsell se había dado a conocer con su popular Concierto de Varsovia, que escribió para la discreta película Dangerous Moonlight (41). El grueso de su obra cinematográfica se desarrollaría en filmes históricos y documentales, y en esta década fueron notorias sus partituras para Blithe Spirit (45), de David Lean, en la que incluyó un elegante vals no exento de ironía, que le sirvió para reforzar lo cómico, y para Under Capricorn (49), de Alfred Hitchcock, muy apasionada. Por fin, Benjamin Frankel dio sus primeros pasos profesionales en el mundo del jazz y a mediados de los treinta comenzó a trabajar para el cine. Luego desarrolló una amplia vertiente concertista que le daría prestigio. The Seventh Veil (46) fue su título más recordable en este período.

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