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¡APRENDE MÚSICA DE CINE EN SOLO 30 DÍAS! (3)

03/08/2022 | Por: Conrado Xalabarder
DEBATE

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Por Manuel Báez

  • Parte 3: La experiencia

En el anterior artículo cité un término que considero importante en este análisis: la juventocracia. Hay muchas disquisiciones sobre este término, que es de ámbito popular, pero hagamos una definición rápida: la juventocracia sería, más allá de valorar la juventud como valor intrínseco, la exclusión en una profesión o un ámbito social de aquellas personas que no cumplan ese criterio. Tiene otro posible análisis que desarrollaré más adelante.

Esta infravaloración de la madurez no es algo que haya ocurrido siempre, sino que en nuestra sociedad la experiencia ha pasado a ser un factor denostado en casi todos los ámbitos laborales desde el último tercio del pasado siglo. Sabido es lo que cuesta que una persona de 50, una edad madura pero en la que se es perfectamente capaz de desempeñar las tareas con el plus de la experiencia, encuentre trabajo. Paradójicamente, antes eran los jóvenes los que, al margen de su talento, muchas veces tenían que esperar largo tiempo a ser reconocidos, por mucho que tuvieran un nivel de maestría altísimo. En la música esta tendencia juventocrática ha sido especialmente obvia en estilos como el rock y el hard rock, donde un músico que no hubiera destacado en la veintena parecía condenado al ostracismo. Podríamos decir que en su momento tenía sentido, pues el rock representaba la juventud y un choque intergeneracional (al menos en sus inicios, pues el estilo creció y se hizo muy rico en matices y géneros), pero es una característica que se ha exacerbado muchísimo y que, desde luego, no empezó ni acabó en el rock. Pensemos en el pop, donde la mayor parte de artistas con más de 30-40 años con fama internacional destacaron muy jóvenes. Hay muy pocos casos de artistas pop que destacasen antes de la treintena, y generalmente ya tenían relación y contactos en el mundillo.

Mientras que a principios y mediados del siglo pasado un músico maduro podía tener cabida en el sector de las bandas sonoras aunque no hubiera destacado antes (caso de Williams, que no destacó precisamente en la veintena), hoy esto es muy difícil de encontrar. Hay una suerte de cuello de botella que impide que músicos con una dilatada experiencia alcancen un cierto estatus si no han destacado jóvenes. Esto entronca con elementos relacionados con la falta de oportunidades para compositores experimentados que aún no han destacado en el cine o en el audiovisual, al margen de que hagan obras de altísima calidad en otros ámbitos. Sería deseable que quienes han dedicado tiempo a otros trabajos de composición de altos quilates y tienen interés en el cine tuvieran una oportunidad, pero lo normal es que se encuentren con las puertas cerradas. De ahí que el problema no sea valorar la juventud (bienvenida sea, pues siempre aportará perspectivas nuevas), sino infravalorar el factor de madurez y experiencia. Es más, esto está ocurriendo incluso en ámbitos como la literatura, a pesar de que muchos grandes literatos de la Historia no lograron realizar sus mejores obras hasta edades bastante más avanzadas.

Como ya dije, componer bandas sonoras requiere una formación muy amplia, lo que choca frontalmente con la juventocracia. Pero, además, implica algo que va más allá de cerrar el camino a compositores experimentados y formados que podrían aportar mucho en la industria: la juventocracia va más allá, y descarta aquello que no sea totalmente contemporáneo. Así, si ahora prima el diseño sonoro y la orquestación híbrida, una banda sonora sinfónica será marginada por no cumplir esos estándares, por ser un estilo musical y audiovisual que no es joven. En el cine es algo bastante obvio, como hemos visto en los fracasos de directores como Ridley Scott y otros, que han tratado de hacer un cine más clásico. Si sus películas no parecen jóvenes (contemporáneas), no sirven para la industria.

Si lo pensamos es algo lógico que deriva de la exposición anterior: al infravalorar la experiencia estamos volando los puentes que unen diferentes generaciones, esas figuras que están entre dos estilos (lo que antes fue nuevo pero que ya se ha convertido en clásico, y lo nuevo). Esto hace que tengamos una suerte de tabla rasa estilística, en la que no tiene cabida la estética ni los cánones de la etapa anterior. Y es una lástima, porque muchas veces la evolución hacia algo nuevo proviene de la mezcla de elementos novedosos junto con otros más anacrónicos. Pensemos en casi todos los estilos musicales o literarios, como el Barroco, que tomaba elementos propios del Renacimiento junto a una visión totalmente nueva de la composición para crear algo que trascendía a una mera época histórico-musical.

Con esto no critico que existan formas nuevas y un estilo contemporáneo de hacer cine y de la composición de bandas sonoras; el problema es, más bien, que se limita la creatividad y se condenan al ostracismo otras formas artísticas y los estilos mixtos que tanto enriquecerían el panorama y aportarían heterogeneidad. No solo se relega al olvido a quienes no destacan en su juventud, sino que no se tiene en cuenta que hay historias y visiones de esas historias que requieren narrativas más tradicionales, también en las bandas sonoras. Además, se suma el factor de que las formas narrativas clásicas requieren, por norma general, un ritmo más pausado, lo que choca con lo que ya hemos expuesto en el interés por crear necesidades por parte de la industria, de los productos homogéneos a la moda. En el caso del sinfonismo esto es aún más exagerado, pues precisa de atención al detalle y, en gran parte de las ocasiones, de más de una escucha o un visionado. Algo que, como vimos en artículos anteriores, choca con la sobreexposición de información.

Relacionado con esto, aunque en una vertiente diferente, ya habíamos hablado de que el problema de que un compositor destaque muy joven y su agenda se llene de trabajos, sin espacio para la reflexión y la maduración de ideas, del crecimiento artístico, es que puede estancarse. La solución parece obvia, combinar esa vorágine laboral y compositiva con períodos de aprendizaje, reaprendizaje y reflexión. Pero aquí entra otro factor, el olvido del compositor. Por supuesto, esto es una visión particular y es más difícil de comprender que otras expuestas anteriormente, pero creo que es importante mencionarlo. Si un compositor o un artista se toma ese tiempo tan necesario, además de los posibles apuros económicos por motivos que trataré en el siguiente y último artículo, corre el enorme riesgo de ser olvidado por la audiencia y la industria. Mientras que en siglos pasados un estilo o un compositor podían acaparar el interés durante décadas (incluso más de un siglo), desde mediados del siglo pasado la vida útil de los estilos se han ido reduciendo hasta durar apenas una o dos décadas, cuando no un lustro. Por supuesto, hay excepciones, pero las modas y estilos más contemporáneos se suceden a una velocidad vertiginosa debido a la sobreexposición que ya expliqué, lo que hace que un compositor que era muy demandado en 1988 sea condenado al olvido en 1992. Hay muchísimos ejemplos que todos tenemos en la cabeza en cuanto a directores, compositores o actores.

Si es el propio compositor el que, por decisión propia, da un paso atrás y se toma un tiempo sabático, corre el riesgo de acelerar ese proceso más si cabe. Imaginemos ahora que Djawadi o Giacchino decidieran dar ese paso atrás para centrarse en mejorar sus habilidades o adquirir habilidades nuevas. O, simplemente, en darse un tiempo de parón para refrescar las ideas. Sería muy difícil imaginar que la industria acogiera su vuelta con los brazos abiertos cinco años después, pues seguramente estaría pasado de moda. La otra parte del olvido ni siquiera requiere que el compositor desaparezca voluntariamente de la escena: con la tendencia que hay a sobreexplotar fórmulas que funcionan a nivel comercial, asfixiando esas fórmulas y quemando a la audiencia, es común quemar también a un compositor que hace tres, cuatro y hasta cinco o seis bandas sonoras el mismo año. Lo hemos visto con el exceso de películas y productos de Star Wars recientemente, que llevó a Disney a centrarse en las series y dejar de lado las películas, olvidando sus proyectos iniciales. De igual modo, ese agotamiento de la audiencia hacia sonoridades sobreexplotadas y que homogenizan en exceso la cartelera o la escena comercial, sumado al rapidísimo cambio de tendencia de consumo al que me he referido antes, contribuyen a borrar del mapa a compositores que aún tendrían muchísimo que aportar. Esta tendencia la vemos mucho en premios como los Oscar, donde figuras que un lustro atrás eran referencia pasan a ser olvidadas posteriormente, como si la industria y la academia hubieran bebido las aguas del río Lete.

Resulta muy difícil, pues, mantener ese equilibrio casi imposible entre la acumulación constante de trabajos que puede derivar en estancamiento y las necesarias pausas para evolucionar y no sobreexponer al público, acelerando esa quema de la marca que el propio compositor representa, sin que, a su vez, se corra el riesgo de caer en el olvido por no estar presente en todo momento en una industria de la cultura en la que un año de hoy es como una década de hace cincuenta años. Todo esto, por supuesto, no aplica a todos los compositores. Williams, Elfman o Silvestri siguen encontrando su lugar, por mucho que en épocas determinadas hayan tenido menos importancia. Pero este camino parece reservado solo para las grandes estrellas de la constelación de las bandas sonoras e, incluso así, el riesgo de caer en el olvido o verse relegado a productos nostálgicos dirigidos a una audiencia adulta es altísimo.

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