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¡APRENDE MÚSICA DE CINE EN SOLO 30 DÍAS! (1)

21/07/2022 | Por: Conrado Xalabarder
DEBATE

Por Manuel Báez

  • Parte 1: La industria

Vivimos en la sociedad de la inmediatez, de la cultura fast food, una sociedad en la que el gusto por la estética prácticamente ha desaparecido: la belleza o lo sublime exigen contemplación y, muchas veces, formación o entendimiento. Exige también tiempo, que es precisamente lo que no tenemos y lo que no reviste interés para ese consumo rápido: tome una píldora hoy, olvídese mañana. El entretenimiento, el verdaderamente bueno, también apasiona, como lo hicieron en su día las sagas de Star Wars, Alien, Indiana Jones, las películas de los Monty Python, Conan o la clásica King Kong (33). La democratización del arte ha tenido aspectos francamente positivos, y en este aspecto estoy en desacuerdo con Adorno y otros pensadores, que solo veían aspectos negativos en la cultura popular. Esa democratización propició que muchísimas más personas con talento se dedicaran al arte y la cultura o la consumieran. Por primera vez en la Historia, en el Siglo XX todos tuvieron acceso al arte y el entretenimiento. Esto, que se tradujo hasta las últimas décadas en una gran heterogeneidad de productos artísticos, lúdicos… también implicaba tomar riesgos. Algo que, por desgracia, es frecuentemente desincentivado por la propia industria.

Frente a la democratización, la industrialización del arte y la cultura ha buscado reeducar a la audiencia: un consumidor formado (no necesariamente en el ámbito teórico, pues la experiencia, el visionado y la escucha son también formación) puede formarse su propia opinión crítica, lo que para la sociedad ultraindustrializada representa un peligro. No hablo de ideología sino de marketing y ventas: un consumidor crítico es un consumidor exigente al que no se le puede vender cualquier cosa. El producto debe cumplir unos estándares de calidad que, en muchas ocasiones, no alcanzará con fórmulas prefijadas.

En su momento estudié el todopoderoso marketing y los cambios de tendencia en las últimas décadas: en lugar del riesgo de ofrecer un producto que puede o no gustar se estandarizaron una serie de productos que fueron explotados hasta la saciedad. Valga como ejemplo el terror, con la sucesiva moda de slashers, películas de monstruos espaciales o mutados, posesiones y casas encantadas… Primero se explota un subgénero, se acostumbra a la audiencia más joven a un tipo de producto y se cimenta su gusto futuro sobre esas creaciones. De ahí el éxito de los eternos remakes y reboots: un consumidor formado exigiría algo nuevo, mientras que un gusto creado solo requiere un lavado de cara. Y, si una película particular tiene un éxito desmedido, creamos una necesidad inexistente e inundamos el mercado de películas similares diciendo que es lo mejor del momento, llenamos las tiendas de productos relacionados (merchandasing o mercha, para los amigos) o, incluso, creamos la necesidad de nuevas películas o sagas sobre productos perfectamente acabados en su momento (Star Wars o Indiana Jones).

Pero hay algo más: la propia necesidad creada por los competidores de la industria. Pongamos como ejemplo el éxito de Marvel y los fracasos de DC y su intento de crear su propio universo expandido. Para empezar, la necesidad de crear un universo expandido de DC no tenía una base como tal. Esto se puede demostrar a posteriori: Joker, o la nueva película de The Batman (22) han sido grandes éxitos, y ninguna de las dos se basa en ningún universo expandido, eran una necesidad creada. ¿Y qué ocurrió con el desarrollo de ese universo? En lugar de preguntarse si los fracasos de DC se debían a motivos obvios (un pésimo guion, personajes poco desarrollados, películas previsibles…), los directivos de DC decidieron que lo que debían hacer, su única salida, era copiar a Marvel, su tono más humorístico y luminoso. De ahí el horror de The Suicide Squad (21) y los gags absurdos de Justice League (17). No es algo nuevo, lo hemos visto en todos los ámbitos industrializados: una marca saca algo exitoso y todas las demás cambian su política comercial, llegando a abandonar productos en pos de imitar a la gallina de los huevos de oro. Muchas veces el fracaso puede deberse a una mala (o nula) publicidad, pero eso tampoco entra en la ecuación: si algo no triunfa es porque no está a la moda. La industria se vuelve esclava de las necesidades creadas por un competidor. No importa la calidad del producto sino ser capaces de vender un estándar, un producto que cumpla con los criterios del género y que se parezca mucho a otra cosa, a veces hasta bordear el plagio. Películas tipo Marvel (luminosas y con humor), películas tipo DC (oscuras y deprimentes), lo que en marketing se conoce como branding, el proceso de hacer marca, solo que en este caso se hacen productos fabricados industrialmente y se entra en un círculo vicioso, un dialelo eterno: alguien crea una necesidad y su competidor, al sentir que necesita seguir exactamente la misma senda, contribuye a crear la necesidad del público. La creatividad y la heterogeneidad se ven constreñidas, porque hay una profecía autocumplida: si un producto no se parece a lo que ya está teniendo éxito no se promociona, y posteriormente la queja por su fracaso es porque no se ha promocionado.

En las series televisivas ha comenzado a pasar: si Ojing-eo geim (21) triunfa, se producen quince series coreanas de golpe o inundan los servicios de streaming con el género battle royale y se lanzan titulares tipo no te pierdas el nuevo fenómeno coreano que arrasa en las redes. Mientras, en Corea se sigue haciendo un cine excelente que apenas llega a Occidente, porque no es el último fenómeno, la última necesidad creada de las productoras.

Algo similar ocurre con la música de cine, especialmente en Hollywood, y señalo Hollywood porque no ocurre en todo el mundo. Vivimos un cambio de ciclo mundial, hay un axioma histórico, y es que nada permanece. Uno de los síntomas de decaimiento en los grandes imperios es el estancamiento cultural: las formas se hacen cada vez más herméticas, el arte se acomoda se hace previsible. Pronto, el polo de innovación cambia y se centra en el extrarradio, y esta mezcla de circunstancias está afectando claramente a la música que se hace en Hollywood: por una parte, nadie quiere arriesgar, por lo que, especialmente en las últimas tres décadas, toda música tiene que ceñirse a unos estándares determinados, tipo poca melodía, muchísima música basada en el desarrollo textural (no orquestal, sino de texturas como fondos amelódicos), estructuras arquetípicas y características tímbricas similares, cuando no iguales. Por otra parte, los premios de cine, como los premios de música (véanse los Grammy), premian ese tipo de música específica. Son el escaparate de promoción mundial, de forma que, si se promocionan unas bandas sonoras que cumplen un tipo determinado de cliché, es obvio que serán las que tengan más éxito y sus compositores, y no otros, serán los llamados para trabajos con visos de ser más taquilleros. En cambio, la música que se invisibiliza, o de la que no se habla, no tendrá oportunidad de llegar a esa gran industria.

Hace meses hice el análisis de la banda sonora de Arcane: League of Legends (21), la serie animada basada en League of Legends. Si bien tiene muchos elementos propios de música de éxito (hip-hop, pasajes texturales), tanto en radiofórmula como en banda sonora, tiene pasajes orquestales tremendamente melódicos. También se han realizado análisis de animes con una gran música orquestal o una música con un enfoque muy melódico pero, por norma general y salvo honrosas excepciones, este tipo de música no recibe premios, no se habla de ella en los ámbitos del cine estadounidense.

Por último tenemos la necesidad creada a raíz de modelos industriales. Un autor con talento como Zimmer tiene éxito, y la industria, que quiere replicar ese éxito sin la necesidad de encontrar talento, comienza a clonar ese modelo reeducando a la audiencia. Es más fácil replicar el talento con fórmulas poco creativas que buscar ese talento. No todos los días nacen autores como Williams, Goldsmith o North. Tampoco nacen talentos como Zimmer. Si la industria reeduca a la audiencia, no tiene que depender de la búsqueda de un talento que requiere una formación enorme y años de educación musical, narrativa, dramática… Incluso aparece una tendencia que critica a los teóricos de la música, quienes han debido formarse durante años hasta alcanzar esa capacidad y voz única. Se trata del conocimiento como valor negativo, como si el conocimiento fuera algo que hay que negar. El esfuerzo pasa a ser peyorativo, y se instaura un modelo en el se considera que lo auténtico es desarrollar las capacidades en semanas o meses, algo totalmente irreal. Es más, quien ha requerido años de desarrollo es visto como un inútil: compra un curso y aprende a hacer bandas sonoras, jazz y música clásica en 30 días. La cultura de la inmediatez se ha instaurado también en la formación, sea o no académica.

En la vida debemos dedicar muchísimo tiempo a aprender a pensar, los compositores deben dedicar mucho tiempo a pensar sobre la música, sobre el arte y, en el caso de las bandas sonoras, sobre el cine, la música, el guion musical, el sentido de lo dramático, entendido como dramaturgia. La realidad es que los genios, y permitidme citar una vez más a Williams (con un éxito tardío), no destacan solamente porque tengan talento, sino porque desarrollan cualidades. Por supuesto, aún desarrollándolas, uno no espera que exista una falsa equidad: siempre hay quien tiene más cualidades innatas y, además, las desarrolla. Esa persona podría ser considerada genial y excepcional, se han juntado dos circunstancias, talento natural y esfuerzo. De ahí nace el genio. Como en la música, no todos vamos a ser Mozart o Goldsmith, ni a acercarnos. Pero si el modelo es ese, es evidente que quien se quede a medio camino ya habrá recorrido un camino importantísimo.

Nadie nace sabido y el conocimiento jamás sobra. No es fácil. Hemos apostado por un sistema que pretende educar en semanas (aprende un instrumento en tres semanas, domina la escritura en solo un mes, aprende todo sobre X en cómodos plazos), pero es un sistema que miente, hace ver que lo natural es una pauta de aprendizaje fugaz. Se ha abogado por un sistema educativo que, en efecto, no premia ese esfuerzo sino que hace ver que la curva de aprendizaje ha de ser rápida, que no ser capaz de producir un trabajo en un mes es algo negativo, y que el esfuerzo es sinónimo de incompetencia o incapacidad. Nada más lejos de la realidad, como continuaré desarrollando en próximos artículos, incluyendo nociones básicas de uno de los campos de estudio a los que más años he dedicado, la psicología.

(continuará)

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