La Tierra ha sido invadida por unas salvajes criaturas ciegas pero con un oído extraordinario. Cazan humanos. Una familia intenta sobrevivir sin hacer el más mínimo ruido. Durante años. Largos, larguísimos años. No saben cómo combatirlas. Solo pueden evitarlas. Pero si no hacen un solo ruido.
Este es el magnífico planteamiento y punto de partida del filme de terror A Quiet Place, dirigido y protagonizado por John Krasinski. El silencio absoluto como condición para seguir con vida; el ruido como llamada a la muerte. Una tos, un plato que cae, incluso la cucharilla que disuelve el azúcar en el café. Todo es demasiado ruido. Insoportable ruido, inaceptable ruido. Hablar con signos o, a lo más, con susurros casi inaudibles; caminar sobre senderos de arena para no pisar hojas secas. Los decibelios marcan la diferencia entre vivir o ser salvajemente cazado. Vivir no durante unos meses hasta que alguien resuelva la situación. Durante años y, para los más jóvenes, durante toda sus vidas.
En esta situación, donde el miedo, la desolación y la angustia es permanente, donde el silencio es una necesidad y el sonido un serio problema, ¿qué música cabe? La respuesta parece bastante obvia y seguramente nadie la cuestionará: ninguna, absolutamente ninguna. Pero no es lo que sucede en este filme. Por pura cobardía, en realidad.
¿Qué puede generar más angustia en el espectador que compartir la que sufren los personajes? La inmersión dentro del filme, el meter al espectador dentro de la película, es la función más importante que tiene la música, como he explicado y demostrado en diversas ocasiones. Pero este filme es una excepción, porque las circunstancias son también excepcionales, y si el sonido es protagonista (con un excelente trabajo de diseño) ¿qué aterrará más que el crujir de un escalón? No tiene ningún sentido que el espacio donde la familia intenta desenvolverse con normalidad se llene de música, llenándolo de ruido y, por tanto, de muerte. Ellos intentan matenerse callados pero la música habla demasiado. Un sinsentido que, en lugar de meter al espectador en contexto, lo saca y hace que sea un mero espectador, no partícipe, al permitir a la música ocupar un espacio que en la competición sonora se impone al silencio y al sonido que tanto angustia.
Eso no quiere decir que este tendría necesariamente que ser un filme sin música: puede haberla con los monstruos: ¡ellos no tienen problemas ni con ruidos ni con sonidos! Y además dotarles de música que ataque e invada el espacio de la familia produciría un efecto más demoledor al darse la circunstancia de que algo tan humano como la música sea propiedad de monstruos, un efecto psicológico y emocionalmente dañino (esto realmente es el fin del mundo) que en el cine se ha aprovechado en diversas ocasiones.
Sin música en el entorno directo de la familia A Quiet Place supondría una experiencia inmersiva pesadillesca para el espectador. Puro pánico por el miedo (inaudito) al sonido de una cucharilla diluyendo el azúcar del café o a los efectos sonoros manipulados que resaltarían -para desesperación del espectador- ruidos en otras circunstancias indiferentes. Con música en el entorno directo de la familia la película es una más de tantas de terror. Una más. Y piénsese que si da miedo -y lo está dando- es porque la música contribuye muy eficientemente a ello, pero como en tantas y tantas otras películas de terror. Lamentablemente lo consigue sin hacerlo desde la excepcionalidad, sino desde lo común, privando al espectador de una experiencia de inmersión única, atípica... SENSORIAL. Que la música acabe destruyendo la propia esencia de la película solo puede justificarse porque su presencia la hace más cómoda, digerible y, por tanto, mucho más comercial. Ningún espectador recordará este filme por su música (*), pero desde luego tampoco por el ruido de ese portazo que le podía haber generado un insufrible pánico. Ojalá la música hubiera respetado al sonido y se hubiera callado. Ojalá se hicieran películas más valientes.
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(*) Porque las películas son las que son y no como queremos o nos gustarían que fueran, este artículo no es una reseña sobre la banda sonora de Marco Beltrami sino una reflexión abierta al debate sobre cómo podía haberse hecho mucho mejor una película en la que, por una vez, los efectos sonoros eran mucho más necesarios que la música.
Nota: la música del trailer no es la de la película