Alejandro Román arranca este apartado detallando los profílmicos que crean la ficción para lograr que el espectador se introduzca en su mundo y le parezca real: la escenografía, la caracterización, los intérpretes, efectos especiales, etc. Luego resume los formatos (largometraje, mediometraje, cortometraje) y pasa a los códigos visuales, sonoros, el montaje...
Para el compositor cinematográfico es esencial conocer todos aquellos elementos técnicos y estéticos que se ponen en funcionamiento en las películas, con el fin de tener un acceso mucho más directo al contenido significativo empleado por los cineastas, y por tanto, a la esencia del film, de cara a obtener una información esencial que le ayudará a entrar en contacto con las imágenes asociando o no los elementos musicales a aquellos visuales o narrativos (p. 39)
Efectivamente, y es estupendo que Román lo haya señalado, el compositor DEBE conocer lo mejor posible los demás elementos que hacen cine, para interactuar o establecer sinergias, y no solo son los elementos auditivos (sonidos, diálogos... ), pues el color de la fotografía puede marcar pautas musicales y el ritmo del montaje también. Pero la asociación de la música no es solo a lo visual o narrativo, también a lo dramatúrgico, que puede no guardar relación ni con lo visual ni con lo narrativo. En el artículo Ambientar, dramatizar o narrar comento los tres frentes que puede abordar la música, que son complementarios, compatibles pero también distintos.
Tras un completo resumen esquemático sobre planos, perspectivas, ópticas y movimientos de la cámara, Román afirma que es muy importante tener en cuenta el ritmo proporcionado por el movimiento interior y exterior al plano, así como el producido por el montaje a la hora de musicalizar una secuencia para poder encontrar el ritmo y tempo musical más adecuado (p. 51) Eso es así cuando se quiere que sea así, que la música se una a esos otros elementos para generar un todo, pero no está de más -aunque seguramente Román lo explicará en otra parte del libro- recordar que la música no ha de respetar necesariamente eso y puede contradecirlo, imponiéndose siempre. De todos modos, un estupendo ejemplo de lo que comenta Román lo encontramos en la escena de Carrie (76) que adjunto. La música se adapta a la ralentización de la escena, incrementando su tensión pero no su ritmo.
Román pasa a continuación a hablar del sonido, de sus tipos (diegético, extradiegético, etc) y de su relevancia. Lo encadena con la importancia de la voz y la palabra: tienen tanto peso como la imagen en el producto audiovisual, hasta tal punto de que puede afirmarse que la voz supone la mitad de la interpretación del actor (p. 55) Esta afirmación debe ser necesariamente discutida, pues nada muestra ni demuestra que la voz y la palabra tengan tanto peso como la imagen ni que suponga la mitad de la interpretación del actor. Puede ser así, por supuesto, pero también es factible que no sea así, que se pueda hacer una película donde ni la voz ni la palabra sean tan relevantes o por supuesto que el actor se explique mejor no verbalmente: ¡Charles Bronson en C'era una volta il west (68)! Estas proporciones preestablecidas (como lo de que la música es el cincuenta por ciento de la película, completamente falso) deberían ser evitadas, porque el cine, sencillamente, las niega.
Le sigue una relación de las funciones y tipos de diálogos (el tipo de diálogo va a marcar en gran medida la forma de musicalización que el compositor va a tener que desarrollar a la hora de acompañar el texto, afirma acertadamente Román en la página 56), y a continuación un breve resumen de las funciones del sonido (representativos o dramáticos). Román emplea la palabra ruido para referirse al sonido, algo que ya critiqué en el artículo anterior. Según la RAE ruido es sonido inarticulado, por lo general desagradable, lo que en absoluto se corresponde con lo que debe ser entendido por sonido en el cine.
A continuación viene otro breve resumen sobre el origen de la música en el cine: existen diversas teorías acerca de cual pudo ser el origen de la música de cine, pero la realidad es que estuvo al servicio de las imágenes en movimiento desde sus comienzos (p. 58) Yo creo que efectivamente hubo, como recuerda Román, la pretensión de mitigar el ruido de los proyectores, evitar silencios continuados o para subrayar la acción dramática. Pero es que creo que enseguida -o por lo menos no se debió tardar mucho- la música comenzó a generar dramaturgia y narración, aunque de modo muy básico y elemental: el amor, el miedo, etc. Por tanto, la música no estuvo solo al servicio de las imágenes en movimiento sino también de la dramaturgia y el relato que esas imágenes pretendían establecer. Recomiendo de todos modos la lectura de La música en el cine mudo.
En este apartado Román presenta algunos de los tipos de música (original, preexistente, extradiegética...) de modo muy esquemático, que imagino será ampliado más adelante. Incluye una categorización con la que a priori tengo desacuerdo:
Según el balance que muestra con respecto al resto de elementos de la banda sonora, la música puede situarse en:
Esperaré a ver cómo se desarrolla esto en un próximo capítulo, si es que se retoma, pero como explicación me parece errónea. Lo expliqué en La competición sonora, y muy resumidamente aquí -a la espera de esa ampliación- debo decir que ni la música acompaña (aunque pueda ser una opción) ni es decoración (salvo que efectivamente se emplee como tal).
Por fin, Román entra en el territorio del montaje, en una parte que considero especialmente brillante, muy instructiva y clarificadora. Expone los tipos y las funciones del montaje, que aquí no resumiré, pero sí rescato un párrafo de máximo interés:
Montaje narrativo o cinematográfico: es aquel en el que la narración prima sobre otros aspectos, como la música, por lo que el montador no suele tener en cuenta ésta necesariamente a la hora de montar la película. En este tipo de secuencias es el compositor quien ha de realizar los cambios necesarios, tanto de compás como de tempo, para adaptar la música a las imágenes. Aun así, muchos montadores montan sobre la base de una música que eligen ellos mismos para que les pueda proporcionar un ritmo a las imágenes. Posteriormente eliminan esta música para que el compositor pueda escribir la música de cada escena. (p. 65)
Exceptuando la referencia a las imágenes, solo cierta cuando es cierta, este importante párrafo explica uno de los principales males que sufren los compositores de cine cuando el montador se convierte en el enemigo público número 1, y es que no consideren la música como una aportación también narrativa y en algunas ocasiones hasta dominante. La mencionada C'era una volta il west (68) o Vertigo (58) son solo dos ejemplos -¡de tantísimos!- donde el montaje se supedita al oxígeno que insufla la música, que necesita su espacio y su tiempo. Por supuesto hay películas en las que la narración y/o dramaturgia musical es poco o nada relevante y así el montaje lleva el peso, pero lamentablemente sucede que este párrafo destacado es el modus operandi usual en las salas de montaje, lo que es un grave error. A este respecto recomiendo estas lecturas:
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