Capítulo anterior: Nuevos tiempos (II): Steiner, Young, Friedhofer, el fin de los buenos tiempos
Las nuevas técnicas aplicadas para multiplicar la espectacularidad y atraer a un público que estaba prestando más atención a la televisión (el Cinerama, el Cinemascope, el sonido estereofónico o los filmes en 3-D) lograron llenar las salas de los cines. Musicalmente, Dimitri Tiomkin fue uno de los que mejor supo adaptar la música a estos avances, gracias a su estilo grandilocuente. Siendo un hombre de apasionada personalidad, obsesionado con hacerlo todo a lo grande y rey de la autopromoción, dio mucho de sí a lo largo de la década, con espectaculares partituras como las de Search for Paradise (57) o especialmente Giant (56), de George Stevens, películas con gran cantidad de música, muy variada y marcadamente épica, con poderosísimos e imponentes temas principales, motivos románticos y baladas. Pero donde realmente reinó fue en el western, género que revolucionó gracias a High Noon (52), la película de Fred Zinnemann protagonizada por Gary Cooper y Grace Kelly. Para entender su dimensión real hay que señalar que, en los treinta y cuarenta, las partituras para las películas del Oeste respondían generalmente a criterios de funcionalidad dictados desde los estudios, quienes mostraban poco interés por creaciones empleadas como mero acompañamiento, desaprovechando las amplias posibilidades ofrecidas por el carácter duelístico de los argumentos, las secuencias de acción, el retrato de personajes desarraigados o los poderosos paisajes desérticos. Una clara muestra del menor interés se encuentra en Stagecoach (39), película de John Ford donde llegaron a haber cuatro distintos compositores (Richard Hageman, Franke Harling, John Leipold y Leo Shuken, aunque diversas fuentes atribuyen también la participación de Gerard Carbonara), que incluso siendo notable no fue mucho más allá de acompasar con eficacia las trepidantes imágenes. En este y en otros tantos ejemplos, las músicas no trascendieron del celuloide ni se intentó una mínima identificación con el espectador. Mientras esta situación se mantenía, los grandes autores del momento centraban sus esfuerzos en otro tipo de películas (melodramas, básicamente), y sus participaciones en el western fueron más bien testimoniales. Todo esto comenzó a variar a partir de los cincuenta, gracias en especial al fortísimo efecto causado por Tiomkin en High Noon, cuya música tendría enorme repercusión y marcaría un punto de inflexión en las creaciones para este género. Tiomkin ya había trabajado en algunos western, pero fue con esta película con la que dio el giro definitivo: logró lo que ningún western había alcanzado anteriormente, y es que que los espectadores, a la salida de los cines, recordasen la música que habían escuchando durante la proyección. Tiomkin pudo hacerlo por dos motivos esenciales: en primer lugar, por la inclusión de una canción en forma de tema inicial y final (y también principal), la poderosa Do Not Forsake Me, Oh My Darlin´, triste balada interpretada por Tex Ritter. Fue la primera ocasión en que un western dependía tanto de la fuerza de una canción que, por lo demás, era fácilmente recordable. Su imbricación a lo largo del metraje no solo era un recordatorio sino que tomaba una postura decididamente activa. En segundo lugar, la música contenía un poder dramático sin precedentes en este género. La película promovió un cambio en la concepción, y su éxito impuso nuevas formas. El propio Tiomkin explotaría esta fórmula en numerosas ocasiones, tanto en el western como en otros géneros. Además, y por lo que respecta a la labor de otros autores, su impacto permitiría que a numerosas bandas sonoras se les otorgase mayor importancia: en la estela del trabajo se encuentran algunos ejemplos como The Searchers (56) de Steiner, que arrancó y finalizó también con una canción, y muy especialmente Johnny Guitar (54) de Victor Young, que siguió la misma pauta.
Tiomkin realizó más westerns: Friendly Persuasion (56), Rio Bravo (59) o, ya en los sesenta, The Alamo (60), entre otros. En ellos combinó su peculiar estilo sinfónico con una vertiente melódica muy delicada, y el uso de canciones (especialmente recordable es The Green Leaves of Summer, de este último filme) En esta década, trabajó en tres ocasiones con Alfred Hitchcock: Strangers on a Train (51), de nuevo con un arranque musical espectacular, I Confess (53) y Dial M for Murder (54), pero también en filmes épicos como Land of the Pharaohs (55) o en dramas como The Old Man and the Sea (58), la adaptación del relato de Ernest Hemingway que contó con una extensa partitura de hermoso tema principal, o Wild is the Wind (57), creación de enorme belleza. En los sesenta, Tiomkin seguiría esa misma línea en otras superproducciones.