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NUEVOS TIEMPOS (X): LA ITALIA POSTNEORREALISTA

24/01/2019 | Por: Conrado Xalabarder
HISTORIA

Capítulo anterior: Nuevos tiempos (IX): Franceses e ingleses en los cincuenta

En la Italia de principios de los cincuenta, el neorrealismo siguió plasmando lo que había quedado del país tras la Segunda Guerra Mundial en filmes de De Sica o Rossellini. Pero también se realizaron comedias que aliviaban en parte la crudeza de los títulos neorrealistas, aunque exponían igualmente las dificultades de la población por salir adelante. Poco a poco el cine fue alejándose de los postulados neorrealistas y recuperó su optimismo. Alessandro Cicognini, tan importante en este período neorrealista, revistió de alegría las películas de De Sica Miracolo a Milano (51) o L’oro di Napoli (54), con músicas inconfundiblemente italianas, y siguió en la misma línea en Pane, amore e fantasia (53) y secuelas. Fue emotivamente romántico en Stazione Termini (53), de De Sica, y en la británica Summertime (55), de David Lean.

Otros compositores ganaron terreno en este período. El más importante, sin duda, sería Nino Rota, figura capital de la música italiana del Siglo XX, reconocido no solo por sus películas sino también por su obra de concierto, tanto operística como de cámara y sinfónica. A partir de los cuarenta empezó su labor en el cine con continuidad, con películas importantes como Senza pietà (48), entre muchas otras, pero su importancia en la cinematografía transalpina sería más creciente en los cincuenta, en particular a partir de su trabajo en el filme británico realizado en Cinecittà The Glass Mountain (50), en la que incluyó veinte minutos de ópera escrita para la ocasión y una melodía que le daría fama internacional. A principios de la década iniciaría su relación profesional con Federico Fellini, que se mantendría hasta la muerte del compositor. Ya habían compartido créditos en Il delitto di Giovanni Episcopo (47), en las que Fellini fue co-argumentista, co-guionista y ayudante de dirección, y en Senza pietà, en la que Fellini fue ayudante de dirección y co-guionista. Pero no se conocían personalmente, y de hecho el primer encuentro que hubo entre ambos fue peculiar, tal y como relató Fellini:

Un día, saliendo de los estudios de la Lux, en Via Po, le ví en la parada de autobús, le pregunté a dónde iba y me respondió que esperaba un autobús (que no circulaba por esa calle). Intenté explicarle su error, pero él se empeñó que el autobús sí pasaba por allí: y he aquí que el famoso autobús estaba fuera de su trayecto normal y se detuvo tranquilamente en la parada. Este incidente absurdo, poético, indefinible, es característico del clima que Nino Rota engendraba a su alrededor (José María Latorre, en Nino Rota: la imagen de la música, reproduce este texto que Fellini escribió para el programa del Festival de París de mayo/julio de 1988, donde se representó la ópera de Rota Il capello di paglia di Firenze).

Fellini había contado con Felice Lattuarda, padre del director Alberto Lattuarda, para Luci di varietà (50), pero quiso que Rota pusiera la música en su segundo largometraje, Lo sceicco bianco (52), aunque le costó convencerle:

La idea de componer la música para otro filme no me seducía. Tenía el Conservatorio, tenía mis compromisos e intentaba espaciar en lo posible los encargos cinematográficos. Acepté a regañadientes. Pero aquel primer encuentro fue muy positivo. Comprendimos que trabajaríamos muy bien juntos [Ibid. P. 112-113.]

En su siguiente filme juntos, I vitelloni (53), incidió en el carácter burlesco hacia unos seres de comportamiento superficial, pero dándoles una vertiente dramática, que también sería habitual en el posterior cine de Fellini: los personajes patéticos situados en contextos profundamente tristes. La música que Rota escribió fue desgarrada, melancólica y hermosa, y lo fue aún más en La Strada (54), filme que internacionalizó a su director. Para Il bidone (55) construyó un tema que combinaba un aire circense junto con una emotiva melodía jazzística. La finalidad era similar a la de I vitelloni: los personajes protagonistas son unos ridículos estafadores que se dedican a engañar a la gente humilde, y Rota no solo enfatizó sus carácteres más burlescos, sino que dramatizó la miseria de sus existencias. En Le notti di Cabiria (56), una vez más, la música jugaría un importante papel en el personaje central. La última película del binomio Fellini-Rota en esta década fue La dolce vita (59) cruda sátira de la vacuidad de la Roma contemporánea. La película, compleja y fascinante, se estructuró en distintos episodios unidos por el nexo común del personaje de Marcello Rubini, periodista de la prensa amarilla que pasa por un estado depresivo. Fellini no quiso emplear música original, sino temas populares que hicieran más patente la intrascendencia en la vida romana. Sin embargo, la presencia del compositor fue necesaria cuando el director no pudo conseguir los derechos de determinadas canciones.

Al margen de Fellini, trabajó en la superproducción dirigida por King Vidor War and Peace (56), en la que aplicó su amplia experiencia en la creación clásica, sinfonías, ballets y óperas, en una banda sonora dotada con fuerte sentido épico al que añadió un poderoso vals. Destacó por las dramáticas músicas de Plein soleil (59), de René Clement, y La grande guerra (59), de Mario Monicelli, pero especialmente por el inicio de otra de sus grandes colaboraciones, la que mantuvo con Luchino Visconti, que se inició en Le notti bianche (57) y se consolidó en la década siguiente.

Otro compositor de gran relevancia fue el prolífico Angelo Francesco Lavagnino, quien despuntó en esta etapa gracias a sus abundantes trabajos en el género italiano del peplum (epopeyas de la antigüedad de bajos presupuestos), en títulos como Nel segno di Roma (58) o Il colosso di Rodi (60), escribiendo grandilocuentes partituras sinfónicas. Colaboró también con Orson Welles en The Tragedy of Othello, The Moor of Venice (52), con Luis G. Berlanga en Calabuch (56), y con Nicholas Ray en The Savage Innocents (59), siempre con gran solvencia. Mario Nascimbene también trabajó en filmes peplum, aunque sobresalió más por algunas de sus innovaciones y experimentaciones musicales, como en la película Roma, hore once (51), donde el principal sustento de su creación fue una máquina de escribir a la que sacó partido explotando todos los recursos ofrecidos por el teclado, el carrito y el espaciador, uniéndolo con cinco saxofones, tres flautines y un piano. Esa aparente extravaganza –y otras similares- le permitieron ser conocido y abordar nuevos proyectos en producciones extranjeras rodadas en tierras italianas, como The Barefoot Contessa (54), A Farewell to Arms (57), la espectacular The Vikings (58) o Solomon and Sheba (59), así como en el melodrama británico Room at the Top (59), que le dio prestigio.

Otros compositores empezaron en los cincuenta, si bien sería en la década posterior donde harían los trabajos por los que serían reconocidos. El primero de ellos fue Giovanni Fusco, que iniciaría con Cronaca di un amore (50), una fructífera asociación al cine de Michelangelo Antonioni, que en la presente década se extendería a otros filmes, como I vinti (52), La signora senza camelie (53) o Il grido (57) Con Alain Resnais hizo Hiroshima mon amour (59), en colaboración con el compositor Georges Delerue. En segundo lugar, Carlo Rustichelli, quien trabajó en decenas de películas durante los cincuenta, pero la mayor parte de ellas sin apenas trascendencia. Son recordables, en este primer período, las bandas sonoras de Un maledetto imbroglio (59) y de Kapo (59). También despuntaron Armando Trovajoli, pianista y compositor iniciado en la música jazz que hizo algunos filmes con Luigi Comencini, Mario Soldati o Dino Risi, pero que tendría que esperar a los sesenta para encontrarse con proyectos más sólidos, y Piero Umiliani, quien irrumpió con I soliti ignoti (58), una de las grandes creaciones musicales italianas –y cinematográficas- de la década.

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