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El impacto provocado en 1977 por Star Wars y su partitura ayudó a que el cine recuperara el interés por la música sinfónica y la orquesta volviera a ser protagonista en las bandas sonoras, aunque sin desdeñar los demás estilos. Los ochenta fueron tiempos de evolución en los que una gran cantidad de compositores se iniciaron en el medio y no menos directores cinematográficos se mostraron permeables al empleo de músicas no necesariamente comerciales. Sucedió de modo generalizado en los países principales, también en España, y ese cambio repercutió en considerables beneficios artísticos. Así, en esta década incluso en los largometrajes de menor presupuesto se pudieron escuchar bandas sonoras muy elaboradas. Como consecuencia, además del aumento de la plantilla de compositores, se dispararon las ediciones de bandas sonoras orquestales, lo que reflejó que el interés por la música cinematográfica era también creciente. Fueron buenos tiempos, aunque no para todos los compositores.
Varios de los compositores más relevantes del pasado se despidieron del cine en esta década o bien se extendieron hasta principios de los noventa, pero escribiendo sus últimas grandes creaciones en los ochenta. Fue el caso de Alex North, que falleció en 1991 dejando tras de sí varias de las más inimitables obras conocidas en el cine. En estos años trabajó en Dragonslayer (81), con casi noventa minutos de música en la que empleó parte de la que se le había rechazado para 2001: A Space Odyssey (68), y con John Huston hizo Under the Volcano (84), Prizzi’s Honor (85) en la que adaptó El barbero de Sevilla de Rossini en un intento de ironizar la historia de dos amantes mafiosos, y finalmente The Dead (87).
Georges Delerue puso fin a su vinculación con François Truffaut en las últimos filmes de este. En Le dernier métro (80) tuvo solo diecisiete minutos de música, pero bien aprovechados: su secuencia final fue una auténtica exaltación musical. Su penúltima película con Truffaut sería otro drama versado en la imposible pasión de unos seres condenados por su amor, La femme d’à-côté (81), en la que tuvo mayor campo de actuación y pudo componer más cantidad de música, aunque siguió siendo escasa en comparación a la media empleada normalmente. Truffaut cerró su carrera con un homenaje al cinéma noir, Vivement dimanche! (83), y falleció en octubre de 1984, cerrando una etapa esencial en el cine francés.
En su país natal haría otra banda sonora importante, La passante du Sans-Souci (82), con hermosas pero afligidas melodías que resaltaban la tristeza y el desconcierto de la protagonista ante los acontecimientos que la rodeaban. En Inglaterra, volvió a colaborar con Jack Clayton en The Lonely Passion of Judith Hearne (87), con una melodía profundamente emotiva y triste que aplicó para reforzar la situación de desesperación de la protagonista. Trabajó en el final de la brillante filmografía de George Cukor, Rich and Famous (81), con un cautivador tema romántico al piano, y en el thriller True Confessions (81), con una banda sonora solemne y lírica, reflejando la religiosidad y el entorno en que vivía el cura y aportando con su belleza melódica un aire melancólico. Un cariz místico que tendría más fuerza en Agnes of God (85), para la que escribió una delicada creación en la que mezcló lo romántico con lo religioso, con voces corales espirituales y melodías de sutil belleza, que contribuyeronn a crear un entorno de gran apacibilidad y calma. Su refinada sensibilidad y la elegancia de sus melodías fueron baza importante en melodramas o comedias como Crimes of the Heart (86) o Steel Magnolias (89). Con Oliver Stone hizo Platoon (86) y Salvador (86), aunque en la primera vio cómo un emotivo adagio que había escrito fue reemplazado por el manido Adagio para cuerdas de Samuel Barber. Su carrera se extendió hasta principios de los noventa, sin mayor suerte en las películas en las que trabajó: Joe Versus the Volcano (90) o Man Trouble (92), calamitosos fracasos en los que, de todos modos, el autor salió airoso. Murió en 1992.