Walter Murch (Nueva York, 1943) es un montador y diseñador sonoro de amplia trayectoria y prestigio. Ganador de tres Oscar (por el sonido de Apocalypse Now y el montaje y el sonido de The English Patient) y finalista en otras seis ocasiones -tanto como montador como sonidista- ha trabajado con directores como Orson Welles, Fred Zinnemann, Francis Ford Coppola, Philip Kaufmann, Anthony Minghella o Sam Mendes, entre otros. Esta semana se ha estrenado el documental Sight & Sound: The Cinema of Walter Murch (20), dirigido por Jon Lefkovitz y que puede verse completo aquí. Más que un documental, es una recopilación de declaraciones de Murch, sobre el uso del sonido, sobre el montaje y también sobre la música.
La música y el cine se aman mutuamente. Son como una especie de gemelos separados al nacer. Usamos medicamentos tanto para curar como para animar. La música es usualmente empleada para dar un impulso a la película.
Que entre la música y el cine hay romance se evidencia desde el primer momento en que un pianista se sentó frente a una película muda y comenzó a darle vida adicional. Pero la expresión separados al nacer puede dar a entender, equivocadamente, que el cine necesita la música para existir, lo que en absoluto es cierto. Y es que tampoco fueron separados al nacer, pues prácticamente nacieron juntos y juntos han estado siempre, desde los primeros tiempos del cine mudo. La música, efectivamente, sana películas enfermas aunque no resucita las que están muertas, y sin duda aporta impulso.
En la escena de Star Wars (77) que pone como ejemplo, dice Murch que con la música inyectamos los esteroides musicales en esa secuencia y de repente se convierte emocional. Así es, pero no hay que olvidar que, en realidad, cualquier música aporta un aspecto emocional, por pequeño que sea. No existe música que no la aporte, aplicada en una escena. Habría que añadir el impacto dramático que genera: melancolía, tranquilidad, aceptación, o el que sea, y de esta manera se comprenderá el alcance real de esa música.
Algunas películas se benefician de mucha música. Inevitablemente fuerzan a la audiencia a apreciar el filme en un plano emocional. Pero es que no tienen alternativa: la música les está diciendo cómo sentir. Si quieres estar en el filme has de aceptar lo que la música te está diciendo y empiezas a sentir esas emociones. Otra gente en la misma audiencia puede "dar patadas" en contra de esto, tipo: "Sé lo que intentas hacer, música, y no lo acepto". Hay argumentos para defender ambas posturas.
Lo que explica aquí Murch no guarda relación con la cantidad de música que tenga un filme sino con su aplicación y sus pretensiones: da igual si es con mucha o con poca música. Tampoco es cierto que se fuerce al espectador a apreciar el filme en un plano emocional, especialmente cuando la música explica cosas y aporta informaciones necesarias para la comprensión argumental, no solo la implicación emocional. Y, sea en un caso o sea en el otro, no hay nada de malo en imponer a la audiencia el aceptar lo que la música dice, pues también se imponen muchas otras cosas desde el montaje, el sonido, la fotografía y por supuesto el guion literario: ¿qué puede haber en contra de hacer uso de música para determinar colores y tonos en una escena, en un personaje o por supuesto cuando aporta explicaciones complementarias? El cine está hecho también en base al juego y a los recursos que aporta la música, desde sus principios. Pero es cierto, también, que con la música se han cometido excesos, se han hecho trampas y se ha abusado de ella precisamente por la facilidad que tiene para comunicar -y también distraer- con la audiencia.
Todas las demás artes son más específicas y más ligadas al mundo real, y la música es otra cosa diferente. La música, en su abstracción, sacará al filme de su especifidad y el resultado es una elevación de ambas.
Yo no estoy de acuerdo en este punto con Walter Murch. Las otras artes (que hacen cine) también pueden ser abstractas y no ligadas al mundo real: la fotografía sin ir más lejos, pues jamás vemos un filme con los colores y tonos con los que vemos la vida real. Hay abstracción en la fotografía, la hay naturalmente en la música, pero absolutamente también en el sonido cuando es manipulado, en el montaje... y ante todo y sobre todo en la interpretación actoral, el mayor de los engaños de los que se alimenta el cine. Todo ello, conjugado y armonizado es lo que hace que el filme se eleve.
Tampoco comparto su visión sobre la escena que destaca de The Godfather, Part II (74): cuando aparece la música que es la de el Padrino, el tema principal que representa un cargo y el poder que conlleva, más que interpretar y metabolizar la emoción que transmite (que también) lo que hace es mostrar en conjunción con la actitud del poseedor de esa música (Michael Corleone) su poder y la serenidad o indiferencia con el que ejecuta ese poder.
Es muy interesante el ejemplo que pone con la secuencia inicial de Touch of Evil (58), y la versión alternativa con diégesis sonora y musical. La música en diégesis, por su carácter orgánico y realista, ubica a la audiencia en un escenario idéntico al de los personajes, que oyen o escuchan exactamente la misma música. Con el uso incidental, sin embargo, la música solo va dirigida a la audiencia, pero no por ello ha de avisar ni prepararla para la explosión, que puede aparecer (o no) por sorpresa.
Es asimismo magnífico el ejemplo del filme de Fritz Lang M (31) como referencia al vaciado musical de un filme, a la decisión de no poner música allá donde se la espera para concentrarla en un punto donde, así, captará la completa atención de la audiencia: en este caso, los silbidos del asesino. John Morris, en esta línea, comentó que no hay nada más engorroso que utilizar una música tan frecuentemente que, cuando es realmente necesitada, ni tan solo es escuchada. Y así es, pues el silencio beneficia la música también en el conjunto de la película. Una muestra maravillosa la encontramos en A Passage to India (84), a la que dediqué un capítulo de Lecciones de Música de Cine. También me remito al artículo El silencio musical.
Murch aprovecha M para referirse a Psycho (60) y hablar del cine de terror:
Sugeriría no poner música. Incluso cuando la música pretende asustarte, de algún modo sabes que son los cineastas los que te lo están haciendo (...) es como si la música fuera tu hermano mayor diciéndote: "voy a asustarte" ¡Es tu hermano mayor, no puede ser tan malo! Pero cuando no hay música, no hay nadie allí, solo tú y esos planos terroríficos. Cuando no hay música, estás solo, chaval.
En este aspecto concreto y refiriéndose a un género como el terror, estoy muy de acuerdo con lo que expone Murch. El silencio puede ser mucho más devastador que la música. Escribí sobre ello un artículo, Psicosis gore, al que me gustaría remitirme. No hay términos absolutos, por supuesto: en determinadas circunstancias esa falta de música podría restar fuerza al filme de terror y en otras generarlo aún más bestia. Todo depende.