Tras quedar ciego y sin la mujer de su vida a causa de un accidente de coche, un hombre decide olvidarse de su verdadera personalidad y vivir en una permanente ficción.
Hábil creación en la que el compositor desarrolla de modo solvente el segundo guión del filme, el guión musical, que complementa, explica y reorienta el literario.
Ya en los primeros créditos se produce toda una declaración de intenciones que se irá confrmando a lo largo del metraje, y es que la música no participa para definir y clarificar las emociones de los personajes, sino precisamente para lo opuesto, multiplicando así una sensación de incerteza y misterio que, aplicada especialmente sobre el personaje de Lluis Homar -pero derivando también sobre otros-, amplía considerablemente su profundidad y evidencia ante el espectador que hay mucho que se esconde en sus silencios.
La música, además, no se posiciona de modo empático con los personajes, sino justamente lo contrario: director y compositor se sirven de ella para obstaculizarles, dificultarles su camino a la redención o felicidad, incluso castigarles. Basta con apreciar cómo, gracias a la oportuna apliación de la música, los encuentros íntimos entre los dos protagonistas acaban por ser todo menos amorosos o sexuales: la amenaza del desastre pende sobre ellos en forma de música, lo que convierte a esas escenas en momentos bien poco felices. Y es altamente significativo que el único momento en que ambos sí pueden liberarse de esa hostigación (en las escenas de Lanzarote) Iglesias no haga acto de presencia y Almodóvar inserte una canción: no importa realmente qué canción (eso es realmente lo de menos): lo que sí es importante es que allí no esté la música de Iglesias.
La ausencia de un tema principal reconocible o destacado (ni tan solo de los clásicos temas centrales que, como en otras películas de Almodóvar, ayudan a ir marcando las pautas narrativas y explicativas) contribuyen a esa indefinición tan bien trabajada. Sobre lo que sí se opera –también muy eficientemente- es sobre dos niveles dramáticos bien delimitados: por una parte, aquellas músicas destinadas al suspense y lo misterioso; por otra, la dedicada a lo emocional. Los temas de suspense son los que generan esa incerteza e indefinición, se aplican indiscriminadamente y envuelven y afectan a buena parte de los personajes. Pero van principalmente destinados al espectador. La música dedicada a lo emocional, como ya se ha indicado, tiene por objetivo pender como amenaza sobre quienes buscan ser felices (o, en todo caso, no perderla): los temas que Iglesias aplica a tal efecto son de un dramatismo casi desolador, y se aplican en el nivel espacial de las emociones de los personajes (no de los espectadores). Estos dos niveles dramáticos se mantienen estables hasta la resolución final, cuando la música se libera de esa carga, aunque no de modo exaltado sino, por el contrario, muy contenido y moderado, con una sensación cercana al agotamiento.
No hay nada original ni nuevo en esta forma narrativa del guión musical de esta película, al menos nada que no se hubiera hecho ya en tantas otras (tampoco era necesario ser nuevo u original en los métodos narrativos), pero si algo se demuestra es que las buenas fórmulas musicales siguen plenamente vigentes en el cine, y que, como Iglesias, hay compositores que, más que músicos, son auténticos cineastas. Esta partitura es, en este sentido, un estupendo ejemplo de buen guión musical.
Artículo relacionado: Los abrazos condenados (Lecciones de Música de Cine)