Las peripecias de dos activistas universitarios que, a finales de los cuarenta, son detenidos por realizar pintadas en los muros de la Universidad y condenados a ocho años. Obligados a trabajar en el Valle de los Caídos, huyen hacia la frontera francesa a bordo de un descapotable.
Bella y dinámica partitura cuyos diez primeros minutos marcan las pautas de estilo de todo el filme. Es una música de aspecto desenfadado y algo bufonesco que desdramatiza, en parte, las tensas situaciones y enfatiza la torpeza e inexperiencia de los jóvenes, el grotesco personaje de Victor y el rudimentario sistema policial y judicial de la época. Parte de una melodía de carácter sinfónico con cierto aire barroco, a la que se incorporan de modo puntual otros elementos, como un piano grave (para la primera aparición de Victor), un pasodoble (no exento de ironía, que acompasa el tecleado en la máquina de escribir del Cuartel de la Guardia Civil) o también breves redobles (mientras se dicta sentencia).
Con todo ello, el compositor consigue que el filme comience con todas sus pautas bien delimitadas: gracias a esa música, los espectadores saben que van a ver una historia dramática en el fondo pero ligera en su forma, conocen los rasgos esenciales de Victor sin que éste haya necesitado hablar y los pone a tono para el resto de todo el metraje. Hay dos excepciones en ese tratamiento de la música y ambas tienen en común ser los dos grandes momentos de liberación de los protagonistas (en contraste con el resto de escenas, que son de huida): una es la secuencia de la playa, en la que se detienen para gozar, siquiera brevemente, del placer de un buen baño; la otra se sitúa en la recta final del filme, cuando logran librarse definitivamente de Victor y llegar a la anhelada Francia.
En los dos casos, el compositor abandona cualquier elemento paródico para centrarse en la exaltación de la libertad, con una música que expresa con claridad los dos únicos instantes de verdadera alegría de los personajes.