Cuando se descubre petróleo en la Oklahoma de los años 20, bajo las tierras de la nación Osage, sus pobladores son asesinados uno a uno hasta que el FBI interviene para resolver los crímenes. Basado en hechos reales.
En esta película la música juega un rol de mucha importancia. Es orgánica, enraizada en la tierra que pisa la película, con temas amerindios, folk y blues y algo de rock que, aunque anacrónico, se integra estupendamente. No es una banda sonora narrativa que se emplee para explicar o para definir personajes, pero tampoco es meramente ambiental que se limite a lo dérmico: es una aportación del todo útil para la inmersión de la audiencia en el contexto y para generar una atmósfera progresivamente más enrarecida, más demencial y más tóxica, que deliberadamente afea el bellísimo entorno en que se desarrolla la película, perjudica a los inocentes y ensucia a los miserables: el uso de las notas de folk reiteradas y martilleantes en algunas secuencias y la harmónica, por ejemplo, que se vincula a la avaricia desmedida y a la falta total de escrúpulos resultan singularmente efectivos.
Este es un filme cocido a fuego lento, muy lento, que se apoya en superlativos actores (Di Caprio, De Niro -que coloca a su personaje en el podio de los grandes villanos de la Historia del Cine- o la revelación Lily Gladstone) y en una historia que engancha. El uso de la música -es esencial entenderla como parte integral del filme- evidencia que Scorsese quería cocinar la película a fuego bajo: está dosificada, cala poco a poco y es uno de los ingredientes que hacen que este largometraje de tres horas y media nada largas sea otra obra maestra de Martin Scorsese.