A mediados del siglo XVII, en la colonia americana de la Nueva España, la hija mestiza de un duque se revela contra la Corona y la Iglesia con el apoyo de los indígenas.
Reseña de Dion Bargailleon
Sin duda esta es una música auténtica, que se adentra de verdad en el espíritu de los personajes. A través de ella el compositor ahonda en la historia de forma mucho más elocuente que el fallido, pretencioso y casi ridículo filme.
La idea de partida era buena: en una misión de Nueva España vive María. Ella es casta pero laica; es mujer pero científica; es noble, pero también una orgullosa mestiza. Lo que en términos musicales hace el compositor es mucho más que una simple fusión de estilos. Su Ave María no es sólo el encuentro de la música del Viejo y del Nuevo Mundo, sino también de lo laico y lo profano; es la convergencia de lo sometido con lo recalcitrante. Es, en definitiva, a la vez epítome, culminación y apoteosis del personaje en torno al cual pretende girar esta película. Por eso lo escuchamos ya al final, cuando ha adquirido todo su significado. Aunque, para ser sinceros, se trata de un tema de tal fuerza dramática que difícilmente podría usarse en otro momento sin detener el ritmo narrativo de un film tan limitado.
Esta poderosa pieza, evocadora de las composiciones sacras de Vivaldi, consigue un fantástico equilibrio entre una especie de ritornello coral y el delicioso duetto central de la soprano y la mezzo.
Hay también fragmentos a trío de las cuerdas y breves pasajes imitativos de las voces. Toda una panoplia barroquizante que, junto con la percusión étnica, alcanza por momentos a exhudar un festivo fervor en el que se confunde la celebración caribeña con la mediterránea.
Destacan también los habituales instrumentos de época, como las flautas barrocas, el corneto o la tiorba; en cuyo empleo el compositor se sacude, no obstante, todos los tópicos de la música cinematográfica: no reduce su papel a una mera ambientación sonora, pero tampoco los trata como una especie de envoltorio tímbrico para música realmente más moderna. El compositor habla este idioma antiguo con la suficiente soltura como para acercarnos a sus protagonistas con una arquitectura musical y un sonido auténticamente barrocos. De este modo no son sólo sus sentimientos lo que explica. La música está hablando sutilmente del sustrato de su cultura, de su psicología y de su estética. El compositor coge a unos sufridos actores y los convierte de esta forma en auténticos habitantes del siglo XVII.
No es una música que hable simplemente con un espectador pasivo e inconsciente, sino que se trata de un discurso que realmente apela a la inteligencia y a la sensibilidad activa de quien la escucha. El tema La Corona y la Iglesia empieza realmente como una sonata para viola de gamba y bajo continuo digna de un Vivaldi o de un Marais, pero al mismo tiempo logra adentrarnos en el sufrimiento y el dramatismo de la última escena de la película con los ojos conmovidos (o mejor dicho, los oídos) de un espectador de esa no tan lejana época.
Por último, también hay que hablar del sobrecogido pange lingua que se aplica a los crudos momentos del castigo de María, en una versión a capella de las voces. Si bien es cierto que su femenina delicadeza sirve para suavizar la sangrante dureza del momento, en una segunda lectura más profunda hay que notar que se trata de un himno eucarístico que habla del sufrimiento del cuerpo de Cristo, y que aplicado a la protagonista la convierte en un mártir de su tiempo. Nosotros lo intuimos en el siglo XXI, pero los supuestos protagonistas de esos acontecimientos además lo sabían. No es pues sólo una música sentimentalmente cercana a nosotros, es también una pequeña reconstrucción racional de un momento en nuestra civilización que todos reconocemos, pero del que no siempre nos acordamos.