Un trampero solitario, último habitante de un remoto pueblo en las montañas, solo mantiene contacto con otros seres humanos en primavera, cuando desciende al valle para comerciar con las pieles de los animales que atrapa. La llegada de una mujer le obligará a elegir entre descubrir su vulnerabilidad o abandonarse a su lado más salvaje.
La compositora firma una extensa e intensa creación que se imbrica e implica en el resto del filme en distintos niveles, tanto orgánicos como poéticos. Hay una base ruda, arcaica y primaria que ayuda no solo a enclavar al protagonista en su entorno, haciendo que forme parte de él, sino que sirve también para que el espectador sienta una contradictoria impresión de belleza e incomodidad, de calidez y soledad. En ese contexto surgen las otras músicas, dramáticas y sentimentales, que son refinadas y elegantes, y que exponen muchos matices (dolor, anhelo, redención, inquietud) que contribuyen de modo determinante a exponer al personaje en su complejidad, a hacerlo mucho más elocuente y a unirlo a la mujer, que de alguna manera trae consigo la música más humanizada. De alguna manera también el protagonista hace suya la música y es la expresión de lo que siente y calla, aunque no es así en todos los aspectos ni momentos pues es también de mirada exterior, que es el enfoque en realidad menos intersante.