Tras la repentina muerte de su madre, un hombre apacible, pero angustiado, se enfrenta a sus miedos más oscuros al embarcarse en una odisea épica y kafkiana de vuelta a casa.
Tras una vida entregada a los ansiolíticos, el protagonista se culpa de haber nacido y emprende una suerte de viaje de retorno al útero de la madre, pero más que un recorrido es un descaminar existencial sin arco dramático, sin línea recta sino con muchas curvas y con algunos callejones sin salida. Son tres horas de cambiantes estilos, una película muy deudora de la psicodelia paranoide de Charlie Kaufman o Darren Aronofsky pero con un delirio difícil que mezcla metáforas, fobias o miedos a la figura materna y en el que la música aporta una inquietante sensación de tensión y angustia, tanto en lo ambiental como especialmente en lo emocional y psicológico, generando toxicidad, desconcierto y dolor a partes iguales. No pretende poner orden al caos sino tratar de implicar, succionar, a la audiencia hacia ese caos y crear así una experiencia inmersiva, lo que se logra en algunos momentos y en otros resulta en exceso impuesto e impostado. En todo caso, marca bien el final del trayecto, donde es momento para reflexionar qué ha hecho la música y la propia película con la audiencia: una experiencia alucinógena o una gran tomadura de pelo. Dependerá de cada uno.