Un entrenador profesional de baloncesto debe por condena judicial hacer servicios sociales entrenando a un equipo de personas con discapacidad intelectual. Lo que comienza como un problema se acaba convirtiendo en una lección de vida.
La banda sonora original de Rafael Arnau se sustenta en la reiteración de un tema aplicado para enfatizar la empatía sentimental con el equipo de baloncesto y otro, romántico, para la relación del protagonista con su esposa. Ambos temas son estáticos, no desarrollados y acaban siendo más de parcheo que de explicación. La música en su conjunto no logra hacerse un hueco relevante en el resto de la película, y va en casi todo momento por detrás de ella, que es mucho más emotiva que lo que pretende, sin conseguirlo, la música. En la larga escena final, con el partido definitivo, se empeora considerablemente tanto por la apatía de la música, incapaz de sostener una secuencia necesitada de mayor implicación, por su larga extensión que no cuenta con un acompañamiento equilibrado y creciente sino rutinario y especialmente por su muy deficiente montaje sonoro, que no cede espacio a que la música participe en el propio juego. Tan solo en el epílogo es donde, en algo, el compositor se suma al ternurismo del filme. En medio de todo, y bastante impostada, una canción mediocre que lo perjudica todo más. Una creación toda ella que aparenta haber sido hecha sin demasiados cálculos y sin tiempo, y con un resultado anticuadísimo.