Una pareja que vive aislada con sus cinco hijas reciben la inesperada visita de un joven que se ha extraviado, y que desencadenará una serie de acontecimientos imprevistos.
Lo mejor de la aportación de la compositora en este filme es su comienzo, una pista de despegue musical que permite establecer las bases y el tono general de la música: un aire turbio, desangelado, moderadamente afligido, que genera un inevitable interrogante sobre lo que sucede en una familia y una casa aparentemente feliz e idílica. A partir de esta premisa, la música va quedando progresivamente rezagada y volando cada vez más bajo, siendo los propios acontecimientos de la historia y los intérpretes los que lideran el filme, limitándose la música a subrayar -con poca necesidad- lo que ya está evidenciado en pantalla. El uso de la música, por impostado e impuesto a la audiencia, resta más que suma a una película en la que el silencio musical habría sido una opción más inmersiva. La música falla en lo que se refiere a la generación de un entorno de misterio y de la tensión, pero es más acertada en lo que tiene de explicación de la esencia dramática del relato.