El día anterior a que comience a trabajar como funcionario de prisiones, un hombre visita su centro de trabajo, pero sufre un accidente que le deja inconsciente y, al despertar, se ve inmerso en un violento motín. Se hará pasar por recluso para sobrevivir.
El compositor firma una contundente partitura en la que no hay nada que recuerde o evoque lo que hay en el otro lado de las rejas, por más que el protagonista desee atravesarlas. La banda sonora –y esto es lo mejor- es la música de la cárcel, de los barrotes, de los hierros, de los ruidos y de la violencia. Una música impensable en el terreno de la libertad pero que, aplicada en su contexto, convierte el espacio de la prisión en una zona mucho más asfixiante, claustrofóbica y peligrosa. Y se hace –esto también es muy meritorio- con recursos mínimos: percusiones constantes y ritmos estáticos, inamovibles, exasperantemente reiterativos, con un obsesivo motivo musical que recuerda los latidos del corazón para no dejar de recordar al espectador que la frialdad del protagonista es solo aparente.
Sin embargo, su trabajo en este filme peca por ser excesivamente prudente y cauto, en tanto se limita a puntuar allá donde podría afirmar. La evidencia de ello es que sin su música la película funcionaría por si sola y se explicaría perfectamente bien. Se beneficia, claro está, de la aportación del compositor, pero no establece una interdependencia entre narración y música (porque la música no tiene aquí elemento narrativo alguno, solo emocional) y, por tanto, es un factor que inevitablemente acaba siendo secundario, por su contenido y por la falta de espacio que se le cede en el filme: de hecho, el compositor solo puede expandirse en el tema final, cuando la película ya ha terminado. Quizás sin música la película sería más áspera, más dura, más implacable. Eso sí, no hay nada en lo aplicado que sea mediocre o que esté mal hecho.