El linde que separa lo emotivo de lo folletinesco en la música es el mismo que diferencia lo honesto de lo deshonesto, la elegancia de la vulgaridad y la finezza de la sobredosis de azúcar. Fernando Velázquez arranca su implicación en la película con modos y formas que responden a la historia y el contexto en que esta se presenta: su música es hermosa, es cercana y también tiene bastante de orgánica, y genera un adecuado aura de bondad, de pureza y de emotividad que define muy bien el carácter de la familia (especialmente de las dos mujeres) y de alguna manera sirve para protegerlas del contexto complicado y turbio que se cierne sobre ellas. El elemento cinematográfico -el amor por el cine y las películas que se muestran- beneficia la música, que saca partido de ello.

Este es el punto de partida y durante algo más de una hora del metraje la música del compositor discurre de modo armonioso y sentido y, aunque estancada en las mismas ideas allá donde los personajes evolucionan y cambian, mantiene bien el rumbo. Sin embargo, en sus treinta minutos finales la película entra en una fase confusa, pretenciosa, con subtramas que resultan impostadas y que aparentan querer convertir a esta película en una suerte de Novecento (76) en Chile, pero lejos de ser una crónica familiar en sinergia con la crónica de un país entra en las dinámicas del culebrón folletinesco televisivo con final interminable, y la música de Velázquez pierde toda seriedad y se entrega indecorosamente a llenar de azúcar todos los rincones de la película, sin pudor y con demasiadas trampas. El linde que separa lo emotivo de lo folletinesco en la música es el mismo que diferencia lo honesto de lo deshonesto, la elegancia de la vulgaridad y la finezza de la sobredosis de azúcar, y esta banda sonora que empieza tan bien en un lado acaba desperdiciada en el otro.