Para pasar unos días de descanso, una pareja joven (ella, embarazada de ocho meses), intercambian su casa con una pareja de jubilados alemanes que han conocido a través de una web. Pese a la aparente calma del principio poco a poco el intercambio se convierte en una auténtica pesadilla.
(SPOILERS)
En la música de cine la arquitectura de temas sirve para clarificar y elevar a la música aspectos narrativos o dramatúrgicos que ayuden a la audiencia a entrar en la película. En la música de cine, también, los créditos iniciales han sido incontables veces aprovechados como pistas de despegue -o aterrizaje, según se vea- en el filme, especialmente si es con algún tema musical importante que resulta así primero presentado y luego, por ser conocido, hace más fácil la inmersión cuando es atribuido. Ejemplos magistrales, a centenares. Desaprovechar esta estupenda plataforma de despegue (o aterrizaje) en la película renunciando a los créditos iniciales -y muchísimo más en los géneros de terror, thriller o suspense- puede deberse al desconocimiento de esta herramienta por parte del director o directora, creyentes de que los créditos no son la película y más vale dejarlos para el final, o bien una operación de riesgo que obliga a la música a entrar en la película en condiciones mucho más difíciles puesto que, prácticamente siempre, lo que exponga la acción estará por delante y más presente que lo que exponga la música, que lo tendrá más complicado para hacer entendible su significado.
A El cuco le habría ayudado muchísimo contar con unos créditos iniciales para lanzar avanzadamente cualquiera de sus dos grandes temas: el de la protagonista y, llamémosle así, el del mal. El destino final es el triunfo del bien, el tema de la madre, así pues cualquiera de las dos opciones expuestas como tema inicial abrirían interesantes arcos dramáticos y narrativos: la música de cine -tantas veces lo hemos comentado- tiene mucho que ver con el ajedrez y el movimiento de sus fichas. Pero El cuco no tiene créditos iniciales y, a tenor del colapso arquitéctonico por venir, parece más que es por falta de estrategia de la directora que por una operación de riesgo.
A El cuco le sobra música innecesariamente irrelevante -de puro parcheo y relleno-, y le falta solidez, valentía e inteligencia. Pero esto es culpa de la directora, que es quien toma las decisiones, no de un compositor que en el mejor de los casos está sobresaliente y en el peor habría estado mejor invisible. La falta de créditos iniciales no impide que la película despegue musicalmente de modo notable: son tres o cuatro escenas donde se asigna a la protagonista (una mujer en avanzado estado de gestación) unas músicas variadas, melódicamente inconcretas o por lo menos no claramente reconocibles, pero que tienen en común el tono y color cálido, sentimental y algo -moderadamente- melancólico. El piano, además, ayuda a que esas músicas sean succionadas hacia el interior de la mujer. Pero no hay tema de la chica, todavía. Aunque las propias músicas apuntan a que, como su criatura, se habrá de acabar de gestar. Se abre una pista emocional interesante.
Las músicas vinculadas al mal se harán esperar, y en todo caso se muestran a cuentagotas, apuntando maneras pero sin exhibirse. De hecho no es Diego Navarro sino la Quinta Sinfónía de Mozart la que marca el primero de los grandes puntos de inflexión, en la magnífica diégesis/falsa diégesis en las escenas paralelas en ambas casas. A partir de este momento tan bizarro, loco y hasta divertido, se esperaría concreción. Pero no la hay ni la habrá, al menos en el grado que la propia película demandará.
El tema del mal es absolutamente magnífico: apenas unas notas le bastan a Navarro para crear una pesadillesca música de pura locura, unas notas que se balancean, que son martilleantes, que se reiteran, ad infinitum, y que responden muy bien a lo que el compositor y teórico musical Jonathan Kramer definió como tiempo vertical, cuando la música trasmite un único presente extendido potencialmente hasta el infinito. Aquí se añaden algunos coros que también son magníficos y que suman demencialidad. Frente a este tema que es muy elemental y claro está el tema de la protagonista, que es más complejo pero también confuso: es un tema con poca sustancia, suena pocas veces y le falta personalidad, la que tienen -por citar referencias- los temazos de Carrie o de Rosemary, que creaban de modo inmediato una conexión emocional y también informativa entre personaje y audiencia. Aquí no sucede así y la conexión que la música estableció en aquellas primeras escenas se diluye hasta perderse en un mar de confusiones. No es deliberado, no se pretende dejar a la mujer a su suerte, completamente desprotegida: hay música, pero ayuda bien poco.
Hay una decisión singularmente equivocada, un mal movimiento de ajedrez musical: la pareja viaja en coche hacia el museo de los relojes donde -magnífica idea- les espera el reloj de cuco y la música del mal. En el viaje de ida la carretera ya es musicalmente pestilente -magnífica idea aunque no sea nada original- y avanza acontecimientos. Sin embargo, tras la experiencia y el encuentro (no consciente, claro) con la música del mal... ¿no sería razonable que en el viaje de regreso llevaran en el coche ESA MÚSICA y no una estúpida música sentimental solo porque han arreglado fricciones de pareja? Podían llegar al museo con la música sentimental y regresar con la del mal, o llegar con la del mal y regresar con la de mucho peor -Navarro está sobradamente cualificado para hacerlo-, pero ese segundo punto de inflexión en la película, porque lo es, acaba por ser el comienzo de una cadena de torpezas que perjudican el conjunto de la película.
Son bastantes las escenas y momentos con decisiones musicales discutibles, oportunidades de crear un crescendo dramático perdidas: el plano de la cápsula deshaciéndose en el agua, con los bichos... ¡la música es completamente irrelevante! Las llamativas pero convencionalísimas músicas para enfatizar las huídas... son solo algunos de tantos momentos en los que la música podría tomar partido y no lo hace: está pero sin estar, suena pero sin decir absolutamente nada. Pero lo que va mal puede empeorar considerablemente: el gran duelo final, el de las dos mujeres intercambiadas. Existiendo el tema del mal y existiendo el tema de la mujer, ¿no hubiera sido una buena idea revertirlos, jugar con ellos, hacer cualquier cosa, al menos alguna cosa interesante con ellos?. Pues nada de eso hay: el del mal se repone porque tiene que volver a sonar y el de ella, si está, ni se percibe. Una oportunidad maravillosa para presenciar a la vez que un duelo entre mujeres un duelo entre las músicas de esas mujeres hubiera tensionado hasta los máximos la escena, podría haber sido apoteósica y resultaría el final lógico del trayecto iniciado al principio del filme. Pero nada de eso hay, ninguna tensión dramática en la música, ninguna olla musical a presión. Y por esa razón cuando la mujer victoriosa sale con su hijo a la calle la música que la acompaña es tan poco potente y tan fláccida, pero aún peor resulta la de los créditos finales. Música de ningún destino, de ningún alivio. El vacío.
Las músicas en el cine no hay (solo) que escucharlas: hay que verlas, porque viéndolas se hacen mucho más tangibles, expresivas, y son una enorme ayuda para involucrar a la audiencia: Franz Waxman insistía que el compositor debería facilitarle las cosas a los espectadores. El tema del mal es fantástico pero necesitaba un tema del bien al mismo nivel. Ambos temas están, pero son desiguales, desequilibrados, uno es claro y diáfano y el otro confuso y dispersado entre músicas similares. Una gran oportunidad perdida.