Un director de cine repasa lo que ha sido su vida desde su infancia en los años 60, cuando emigró con sus padres a un pueblo de Valencia en busca de prosperidad, así como su primer deseo, su primer amor adulto ya en el Madrid de los 80...
Hay bastante más dolor que gloria en esta nueva colaboración de Iglesias con Almodóvar, pues es una música que se dispone más para restar que para sumar, y contiene más negaciones que afirmaciones (y reafirmaciones) Siendo una película de claro tono autobiográfico, es claro también que la música del compositor forma parte de la voz en off tanto del personaje protagonista como del propio director, y de hecho parece que en la mayor parte de los momentos Almodóvar se expresa desde ella precisamente para volverla en su contra.
No es música tanto para lo narrado sino para el narrador y es insegura, inestable, cambiante, a ratos también contradictoria (o cínica, según el caso) En el filme arranca como tema inicial de modo decidido, categórico e incluso arrogante, como queriendo imponer un aire de trascendencia que se extiende también a la explicación animada de las enfermedades. De algún modo la música viene a remarcar la relevancia del personaje pero eso dura poco: enseguida se deshilvana y se convierte en un quiero y no puedo (deliberado) donde es incapaz (deliberadamente) de concretizar aquello que está intentando explicar.
La película son retazos de historias que la música, aunque transita entre ellos, no cose ni logra unir. Tampoco llega a elevarse ni a tomar forma dramática ni emocional, aunque hayan partes donde incluso funciona a modo de grito de auxilio, no melodramático. Es música para el dolor y para el vacío, más de caos que de orden, más de culpa que de expiación. Una banda sonora existencialista.