Remake de Dumbo (41), sobre un pequeño elefante nacido en un circo que aprende a volar gracias a sus inmensas orejas.
En esta nueva versión del clásico de Disney, donde se suavizan considerablemente las partes más ásperas (el bullying) y se tamizan algo las más dramáticas (el sufrimiento y soledad), el destino de la música se dispone ante todo para enfatizar el espectáculo, expandir la magia y evidentemente cautivar al espectador. El compositor lo hace desde el poderío de un más que notable tema principal, muy sencillo y nítido, que es absoluto protagonista. Del mismo se saca máximo provecho en numerosas variaciones, que lo hacen avanzar (no evolucionar ni desarrollarse, simplemente avanzar) hacia un final que aunque es explosivo no se eleva conforme a las expectativas generadas durante todo el filme. Ello se debe tanto a su eclosión demasiado temprana (el vuelo, donde todo queda ya expuesto) como especialmente al sobreuso de coros en la película, excesivos y omnipresentes en sitios donde, por innecesarios, resultan impostados. Así, cuando verdaderamente son convenientes -en la liberación final- por constantemente oídos no permiten el despegue y lanzamiento hacia arriba del tema principal.
Esta falta de contención es un recurso harto tramposo al que se acude para mantener en pie la implicación emocional del espectador y solventar la probable desconfianza de Tim Burton -o de los productores- en su propia película, pues como resultado esta es una banda sonora que podía ser de sugestión y seducción y que acaba por ser de imposición, como de obligada aceptación. No hay la finezza ni el buen hacer de otras creaciones como Edward Scissorhands (89), donde lo mejor se hacía esperar, y aunque aquí hay muy buenos momentos (sustancialmente en los temas secundarios) y el tema principal es ciertamente elogiable todo acaba por ser muy aparatoso, colapsado y poco honesto.