El guarda de una finca acepta el soborno de un cazador. Semanas después su vida entera colapsa. Lo que parecía un vuelco favorable del destino se convertirá en un macabro descenso a los infiernos en el que verá puesta a prueba su cordura.
(Spoiler)
Este es un filme que arranca siendo de un género (drama rural) y da un giro hacia otro bien diferente (terror), y en ambos la compositora intenta generar un ambiente opresivo, seco, sucio y desasosegante que resulta muy logrado en la primera parte y poco o nada en la segunda. La película, que transcurre principalmente a cielo abierto, se beneficia del buen hacer de su espléndida fotografía (obra de Miguel Ángel Mora), de la que Zeltia Montes se imanta y con la que entabla una estupenda sinergia con músicas secas y áridas, duras y tensionadas, que son insertadas a retazos y fragmentos que responden a las necesidades inmediatas de las secuencias pero que también generan una impresión de explosión avanzada, de eclosión por venir. Es, o aparenta ser, una música que va cocinándose a fuego lento, que va calando poco a poco y desprendiendo su toxicidad de modo controlado.
Sin embargo, el brusco giro de los acontecimientos -y el cambio de género- no devienen en apenas mutación de una música que sigue prácticamente igual allá donde todo lo demás pasa a ser completamente diferente: es como si la música pretendiera hacer creer que se sigue en el contexto donde ya no se sigue, y especialmente para el protagonista, que comienza a percibir unos hechos anómalos y fantasiosos -su transformación en sueños en hombre lobo, por ejemplo- pero nada en la música indica que el personaje ha entrado en otro ciclo.
Es a partir de este cambio de género donde la compositora pierde el rumbo, las ideas y decrece considerablemente el interés en su aportación, que deviene poco relevante y muy por debajo de los hechos que se relatan. La imposibilidad de generar expectación, desasosiego o tensión en este nuevo escenario, la monotonía y ausencia de imaginación en la música y su estancamiento acaban perjudicando a la película y a su resolución final, donde los coros de evocación satánica no son una consecuencia ni el final de un camino musical sino la solución desangelada y demasiado obvia de una partitura que arrancó en sus máximos y concluye en sus mínimos.