Nueva versión cinematográfica sobre la historia de Moisés, que se rebeló contra el todopoderoso faraón Ramsés liberando al pueblo judío en una épica huida a través Egipto.
En la música de cine -particularmente cuando no se usa para ambientar sino para explicar y para implicar- hay que saber qué sacrificar para beneficiar, a qué renunciar para priorizar. Cuando hay guion musical menos es casi siempre más, también en los casos en que las películas necesiten de mucha cantidad de música, pues puede haber mucha, muchísima pero solo la que haya sido elegida para explicar o implicar (el tema principal o los temas centrales) será la que efectivamente sirva de guía al espectador, la que vertebre la estructura de la banda sonora y la que en definitiva construya el discurso musical del filme.
Hay serios problemas en la creación de Alberto Iglesias para este filme, que hacen que aquello que se aprecia en su formato musical (en el CD) se diluya y pierda en su destino cinematográfico (el determinante y el que importa, pues para eso ha sido creado). De nada sirve crear un tema musical con significado si no es comprendido y consecuentemente no es seguido por el espectador en aquellos sitios donde se inserta bien para referenciarlo, bien para llevarlo a un primer plano dramático o bien para implicar al espectador (o para todo lo anterior junto). Puede ser porque no quede claro lo que representa o porque otros temas no relevantes a los que se trata con relevancia lo colapsen y sobresaturen. Y ambas cosas son las que suceden aquí.
Iglesias construye su guion musical en derredor de dos grandes temas centrales: uno dedicado al pueblo judío, un tema compartido que sirve para referenciar su anhelo de libertad, y el otro, el principal, dedicado a la figura de Moisés, que no funciona como tema de personaje (esto es, sirviendo para resaltar sus emociones) sino como referencia a su liderazgo, al poder que le encomienda Dios (el propio Dios se apropia de ese tema en alguna ocasión, lo que es sencillamente brillante) y a la luminosidad que genera a su alrededor. Ambos temas tienen un trazado más o menos paralelo, son presentados germinalmente y van evolucionando hasta llegar a una eclosión final, completa (el cruce del Mar Muerto y los 10 Mandamientos, respectivamente). Teniendo estos dos temas, y dado que el Faraón Ramsés no tiene tema musical para sí (un contratema, por ejemplo), ninguna otra música puede ni debe estar a la altura dramática para no colapsar, diluir ni distraer la atención sobre esos dos temas. Pero sucede que hay escenas menores que son resueltas como si fueran el cénit del filme, de modo incluso pomposo (voces, coros, énfasis), algo que comete no solo Iglesias sino también Harry Gregson-Williams y Federico Jusid, autores de música adicional que en algunos momentos siguen la línea narrativa de la música y en otros simplemente añaden más fuego a las brasas.
Pero el problema no es el tamaño del fuego en sí, porque no hay problema en la abundancia o contundencia de las músicas empleadas si ellas no perjudican aquellas que son narrativamente importantes. El problema es que la vinculación intelectual de los dos temas centrales a su significado es de buen principio confusa, no se aprovechan algunos espacios al inicio donde podrían presentarse de una manera más o menos completa para que el espectador los entendiera y así facilitar mucho más el desarrollo posterior. El hecho de que ambos temas tengan que crecer entre muchas otras músicas que surgen, que son tan o más llamativas, que son imponentes y categóricas, hace que se pierda la referencia y, en consecuencia, acaben por no significar nada para el espectador. Y eso es el camino más directo a la indiferencia, a perder momentos donde la música podría ser abrumadoramente expresiva y resulta ser una más de las abrumadoramente llamativas, sin que signifique al espectador más que cualquiera de las otras que han estado sonando en el filme. Esto es, que lo que se ha construido como discurso de narración acabe siendo mera exhibición estética. Con buenísima música, eso sí. Pero muy poco útil.