Esta es una creación nada ortodoxa ni en el género del thriller en particular ni en el cine contemporáneo en general. La música de Velázquez es atonal y coral y su principal función en el filme es ensombrecerlo, dar un aire lúgubre, fatalista, siniestro que se cierne sobre (y a la contra de) los personajes a modo de amenaza acechante, en la forma de música tóxica, estática, que contamina el lugar y lo condena. Los lugares serían hermosos de no estar impregnados por una suerte de radiación que se expande quitando oxígeno y vida, y su impacto sobre los personajes es demoledor: están condenados. Casi a modo de los coros de la tragedia griega y con ciertas reminiscencias bajomedievales la música genera una inteligente anacronía en el contraste entre lo contemporáneo del argumento y la antigüedad estética de una música inflexible que parece que siempre ha estado ahí y que es ahora, como anunciando el final de todo, cuando se manifiesta. Hay alguna similitud con lo que Kubrick hizo con Ligeti en 2001: A Space Odyssey (68), pero más por el contraste que por las pretensiones de enfatizar el misterio.