Dispuestos a vengar la muerte de un compañero, cuatro policías se adentran en un edificio en ruinas donde se esconde una banda de delincuentes. Atrapados en el edificio, deberán unirse para enfrentarse a lo inimaginable: una horda de rabiosos zombies.
Una de las características más habituales en la música escrita para filmes sobre zombies es su indefinición temaria y el que en sus pretensiones elementales sea ubicarla en un nivel dramático hostil y amenazante. También que suele tratarse de una música sucia, desagradable e incómoda. Estos aspectos, combinados, provocan en el espectador una sensación de claustrofóbica inseguridad que, en primer lugar (por la ausencia de temas reconocibles) le impide racionalizar aquello que está pasando y, en segundo, le deja mucho más expuesto a recibir impactos sonoros (o, dicho de otra manera, sustos) no previstos ni avisados. Pero por lo general la función de la música se queda en este punto, limitándose a resoluciones concretas para escenas concretas.
El compositor cumple esos propósitos pero va todavía más allá: la suya es una creación en la que sus temas (secundarios todos ellos) están sólidamente uniformados, de tal manera que, más que una sucesión de ellos, parece como si el compositor hubiese escrito una gran sinfonía del horror que comienza cauta para luego avanzar, retraerse y volver a avanzar, casi como si se tratara de una marea musical que deriva en un auténtico Tsunami. Siempre, claro, en contra del espectador. A ello se suma que, siendo la suya una música sucia, desagradable e incómoda, incluye algunos elementos instrumentales muy refinados (voces, étnicos, etc.) que otorgan a esta amenaza invisible que es la música un aspecto muy serio y poderoso, particularmente cruel.