Un ingeniero hidráulico que pretende llevar agua potable en Somalia y una biomatemática que trabaja en un proyecto de inmersión en las aguas más profundas de los océanos se conocen y se enamoran. Pero él es secuestrado y torturado por terroristas yihadistas y ella no sabe nada de su paradero...
El compositor firma una creación cálida, emotiva y tranquila que gira en derredor de un tema principal de amor repetido en diversas ocasiones y que está a medio camino entre la música de John Barry y la de Gabriel Yared, tanto por la tristeza de la que se impregna como especialmente por su empleo casi inamovible, reiterado, que mantiene estable su sentido moderadamente fatalista, a la vez que hermoso y en momentos abierto y enfático. Su uso es algo excesivo, edulcorado y folletinesco, pero elegante, y se complementa con un segundo tema también para los protagonistas, que Velázquez focaliza inicialmente en sus relaciones físicas y que de alguna manera avanza el destino que les aguarda: sus sonoridades acuáticas (marinas) incorporan un elemento metafórico muy expresivo, y aunque este tema musical es dramáticamente más importante no se le da la relevancia merecida frente al principal, mucho más elemental. Ambos temas, de todos modos, aportan un pulso emocional del que carece el resto del filme, bastante apático y falto de magnetismo, y de alguna manera la música acaba resultando algo forzada e impostada. Pero decididamente ayuda: sin la música, la película no tendría ningún interés y sería fría como las profundidades marinas.
Al margen de ambos temas hay músicas ad hoc para las diversas ambientaciones de peligro o de tensión, del conflicto y de la violencia. Son todas ellas músicas funcionales, de menor expresividad y relevancia, pero su presencia sirve -además de para cumplimentar sus propósitos- para realzar mucho más el lirismo y sentido de la música romántica que, finalmente, llega a una despedida a los personajes realmente hermosa. Y muy morriconiana, por cierto.