Maixabel Lasa pierde en el año 2000 a su marido, Juan María Jaúregui, asesinado por ETA. Once años más tarde, recibe una petición insólita: uno de los asesinos ha pedido entrevistarse con ella en la cárcel en la que cumple condena.
Esta es una hermosa y emotiva película, arriesgada y muy honesta en su puesta en escena: la directora evita lo melodramático y panfletario exponiendo con contención las tensiones emocionales de los dos protagonistas y el que se genera en sus entornos, y focaliza con absoluta exquisitez y tacto el punto de unión entre víctimas y verdugos, sus encuentros y conversaciones. Parte del mérito en todo ello es la presencia de una música que no interfiere ni se impone, tampoco se inmiscuye en ninguno de los momentos, no haciendo acto de presencia en algunos y posicionándose deliberadamente en la retaguardia en otros, con un gran objetivo: favorecer esa unión entre los opuestos y hacer trascender así un mensaje de conciliación.
Hay muy poca música, y la que hay discurre por dos caminos: en primer lugar una música tensionada, algo incómoda, para quienes fueron los ejecutores; en segundo lugar, una delicada música liderada por un piano que cataliza la fragilidad a la vez que -en algunos momentos- la determinación de la viuda de la víctima de esos ejecutores. Esta es una música de dolor pero también de esperanza, y acaba invadiendo el espacio de los terroristas, sometiéndoles a la vez que exponiendo la fortaleza de la protagonista y lo que representa, pero sin humillaciones sino de modo muy conciliador. Apenas hay música de Alberto Iglesias en esta película, pero la poca que hay se convierte en abanderada del gran mensaje del filme, pues forma parte más de la reflexión que de la crónica.