Un médico acostumbrado a manejar situaciones límite se ha inmunizado ante el dolor ajeno. El intento de suicidio de una de sus pacientes hará que su compañero sentimental le señale como responsable directo de lo ocurrido y, durante un inquietante encuentro, es amenazado con una pistola. Horas después, sólo recuerda el sonido de una detonación y la extraña sensación de haber recibido algo más que un disparo.
Como hizo en El orfanato (07), el compositor muestra su habilidad en la recreación de contextos fantasiosos donde su música suele posicionarse en niveles de trascendencia, que exploran, ahondan y también explican lo que sucede o lo que el personaje principal percibe o cree percibir más allá de su realidad.
Por la importancia que se otorga a su necesidad de redención, cuando todo a su alrededor comienza a derrumbarse, es inevitable vincular esta creación de modo muy directo al cine de M. Night Shyamalan, también en sus aspectos religiosos (aunque no sean mencionados como tales en el filme de Oskar Santos). Y si en parte del cine de Shyamalan la música de James Newton Howard se posiciona físicamente en el más allá, lugar al que inevitablemente llegará el protagonista, la música de Fernando Velázquez es la más palpable representación que aporta la película de ese espacio etéreo, aquí muy atractivo y atrayente, que acaba por fagocitar del todo a un personaje que, y esto es muy significativo, no tiene ni una sola nota de música dedicada a él (mientras otros personajes sí la tienen), sino que acaba siendo absorbido por el poderosísimo y místico tema principal que se desarrolla paulatinamente a lo largo del metraje, construyendo su esencia y significación de un modo muy fisicalizado.
Un par de escenas le bastan para dejar meridianamente claro que esa es la música del milagro, de ese misterioso poder que en principio desconcierta al personaje pero que acaba resultándole magnético. Tanto como para que, al final, cuando ya ha sido plenamente integrado en ella, esa música que no le pertenece acabe por explicarle mucho mejor de lo que haría cualquier otra música. Y este es un proceso que Fernando Velázquez maneja con admirable oficio: basta con comparar algunas de las escenas iniciales, donde la aplicación del tema principal sobre la figura del personaje, lejos de arroparle, expone por la pura comparativa su debilidad, evidenciando su gran vulnerabilidad, pues aquello que representa la melodía es tan evidente y poderoso como lo es el desconcierto del personaje, que se ve irremediablemente succionado por ella. Porque el nivel dramático en el que se ubica el magnífico tema principal, el mensaje que, a veces sutil y a veces explícitamente se lanza a través de su melodía no es precisamente el de la inquietud o el misterio, sino el de una seductora sensación de calma, de paz, de tranquilidad... justo lo opuesto a lo que sufre el personaje en su quehacer diario. Que sucumba al poder de la música que le reclama solo es cuestión de tiempo, como así acaba sucediendo.
Para remarcar aún más el componente hipnótico y hechizante del tema principal, y bastante antes de que el personaje acabe por sucumbir a él, la película utiliza un recurso muy clásico y siempre eficiente: la comparación con otras músicas. Así, otros temas –todos ellos secundarios- son aplicados en distintos personajes y tienen en común un mismo nivel dramático, que es el de la tristeza y la moderada desolación. El contraste con el tema principal es, así, más que obvio: una música cautivadora frente a otras que son amargas; un tema de rostro bien definido frente a otros que aparecen con apariencia que van a explicar algo, pero que luego acaban por no conducir a ninguna resolución concreta; una melodía que aporta paz al protagonista frente a otras que resaltan su dolor; una que es apabullantemente expansiva y que invade los espacios en los que aparece, frente a otras débiles y abatidas. El resultado es, así, el obvio: el tema principal queda mucho más reforzado y el protagonista –el que no tiene ni una nota de música dedicada a él- acaba plenamente conquistado por ella.