En la España de los años 50, una mujer vive en un siniestro piso. Padece agorafobia y está cada vez más obsesiva y desequilibrada. Un día un vecino se cae por la escaleras y pide ayuda llamando a su puerta.
En el cerrado espacio de un agobiante piso hay sitio para orquesta sinfónica y junto a los demenciales personajes que cruzan sus habitaciones campa a sus anchas el compositor, autor de una poderosa banda sonora de poderoso efecto psicológico. La música, obviamente, sirve para ampliar espacios físicos, emocionales y psicológicos, para dar una grandilocuencia entre impostada y grotesca y, lo más importante de todo, para meter al espectador en el apartamento. Esta es una banda sonora que es ordenadamente caótica e imprevisible, que cambia de tono bruscamente, que es apacible o agresiva, que se posiciona dentro de los personajes y también se posiciona en su contra. La música, en términos generales, es un intruso no bienvenido, incómodo, a veces divertidamente desagradable, y el compositor la plantea de un modo que resulta siniestramente atractiva, y el efecto sobre el espectador es así determinante: con la apariencia de estar ahí para asustar o atemorizar, es en realidad un sutil divertimento cargado de veneno, humor negro, y hasta cierta crueldad, todo ello muy bien calculado. Hay estructura temática -estupendo tema principal- pero no se expone de modo diáfano y así el espectador no puede racionalizar la música y, en consecuencia, queda a su merced. Y al final, deja la sensación de que todo ha sido una gran broma.