Las agridulces experiencias de un cuarentón en paro y un cursi homosexual que ronda los setenta y padece parálisis en brazo y pierna.
La bella música de esta película se ordena en torno a dos pautas concretas con las que se cohesionan los dos personajes centrales: picarescas y refinadas melodías reforzadas por instrumentos de cuerda y viento, y sensibles fragmentos que retoman por momentos el espíritu de las anteriores para darles una aplicación más melancólica y triste. Esta doble finalidad genérica se mantiene a lo largo del metraje evolutivamente, de modo que, a medida que la historia y los protagonistas progresan, la música los va acompañando pautando sus diversos estados emocionales, sin necesidad de recurrir a la repetición sistemática de un mismo tema sino, bien al contrario, realizando las múltiples combinaciones y precisiones que ocasionan los encuentros entre los distintos personajes y contextos. Se acompaña junto a la banda sonora de No se lo digas a nadie (98).