Un músico que ha perdido su pasión por la música es transportado fuera de su cuerpo y debe encontrar el camino de regreso con la ayuda de un alma infantil que aprende sobre sí misma.
La estructura musical de esta banda sonora es sencilla y diáfana: el jazz para la Tierra/vida y la música electrònica para el Más Allá/muerte. Ambos mundos son radicalmente opuestos en lo musical: el jazz de Batiste es cálido y vivaz, sentimental y empático, en tanto las diversas músicas de Treznor y Ross (quien impone de modo algo excesivo sus arpegiadores) se aplican para recrear un entorno etéreo, indefinido, no morturorio ni dramático pero tampoco idílico y celestial, aunque sí tranquilo. Pero una vez establecida la dualidad, una música es dinámica y la otra resulta monótona, lo que no se corresponde con las importantes acciones y sobre todo las emociones que acontecen en ese espacio. Las músicas electrónicas acaban siendo, de este modo, meramente ambientales, sin imbricación dramática con los personajes: almas que acaban no teniendo alma musical. De hecho, las leves inserciones en estas músicas de aquella que hay en la vida intentan dar un sentido de comunión y de unión entre ambos mundos, pero se plasma mucho más en el argumento que no en lo musical. Así, finalmente, la música acaba por no ser una aportación relevante en lo dramático, es insignificante en lo narrativo y solo se destaca en lo ambiental y estético. Podía haber sido otra cosa.