Basada en la historia real del rescate de un equipo de fútbol infantil en una cueva en Tailandia, tras quedar atrapado por las lluvias torrenciales y peligrosas inundaciones.
El compositor combina orquesta sinfónica con étnica y electrónica. Hay dos tipos claramente diferenciados de música: por un lado están las dispuestas para recrear el entorno progresivamente más tenso y asfixiante, son temas oscuros, incómodos y experimentales (el compositor grabó instrumentos como si sonaran bajo el agua), y también generan incertidumbre y desasosiego. Su objetivo no es tanto atacar a los personajes como trasladar ese malestar a la audiencia. También es para la audiencia el tema principal, contrapuesto a las músicas anteriores: es una elegía para violonchelo que funciona como música compartida para unir a los niños con sus padres y con sus rescatadores. Aparece en diversas ocasiones, siempre referenciando el anhelo de salvación, y se proyecta fuera de la cueva, especialmente cuando suena en escenas dentro de ella. Es una música de luz en un contexto de oscuridad y de esperanza en medio de la desesperanza. Va tomando forma a medida que se suceden los rescates y llega a su eclosión en un final abierto y emotivo.
Con todo, uno de los aspectos más apreciables de esta banda sonora es su posicionamiento dramático en el filme: está ausente en escenas de gran intensidad dramática y en un segundo plano en otros, no ocupando la primera línea de percepción -al menos de modo claro y evidente- hasta el tramo final. Todo ello redunda en un gran beneficio para la película y muestra el talento y la confianza de Ron Howard en el poder inmersivo de su puesta en escena, del montaje, la fotografía, el sonido y especialmente de los intérpretes. La música, que estando presente no es ni omnipresente ni invasiva ni tampoco hiperbólica, funciona dejando que sean los personajes los que sostengan (y muy bien) el relato y la carga dramática y, al ocupar un segundo plano, les cede el protagonismo total.