Al salir de la cárcel, un hombre se propone recuperar el amor de su hijo, a quien abandonó cuando este tenía un año de vida. Pero para ello deberá afrontar asuntos del pasado y resolver problemas del presente.
La música de las primeras escenas de la película marcan y determinan hábilmente el recorrido emocional que tendrá el resto de la historia: sobre un fondo negro e incluso antes de la aparición del título un apesadumbrado violonchelo es llevado hacia el rostro pensativo del protagonista, un preso sobre el que se proyecta una música dramática, dolida, que plantea más una pregunta que da una explicación. El violonchelo quedará unido al protagonista -será casi siempre su voz-, del mismo modo que el violín -más inocente y puro- se asocia a su hijo, y del mismo modo que ambos personajes dialogan e interactúan emocionalmente, también lo hacen sus instrumentos.
La película es una fusión culinaria no del todo bien cocinada entre el thriller y el melodrama, con buenos muy buenos y malos muy malos, y con tópicos muy manidos (el local social donde se alojan los gánsteres, la figura del sacerdote...). Con pasados que resolver y futuros que emprender. Pero a pesar de sus imperfecciones la película se sostiene con cierta elevación y soltura -y es muy entretenida- entre otras razones por un empleo de la música cuidado, honesto y de pretensiones muy claras que abarca los diferentes estratos dramatúrgicos y narrativos sin pretender imponer nada sino sugiriendo: no solo es la música del protagonista (que evoluciona y se desarrolla tal y como lo hace él) o la de su hijo. O la del personaje de Julián, expuesto en su fragilidad emocional gracias a un oboe. Son las suyas músicas que exponen aquello que se calla. Es también la música del entorno: a ratos parece como si Herrmann hubiera pasado por ahí, dejando un rastro tóxico, casi apocalíptico, que por su simple presencia da más entidad a las músicas de los personajes, que no son envenenadas sino puras. Dolidas y sufrientes, pero puras.