Filme sobre el bailarín cubano Carlos Acosta, su vida, leyenda de la danza y primer bailarín negro en interpretar algunos de los papeles más famosos del ballet, originariamente escritos para blancos.
La música de Alberto Iglesias es, per se, casi siempre exquisita y muy personal. Por eso, cuando se le pide música para números de danza, que va a quedar totalmente expuesta y protagonista en sus escenas, es previsible que su creación sea buena... ¡a quién se le ocurriría hacerle el encargo a un mal compositor que arruinase el filme!
Por tanto, no hay ninguna sorpresa en la delicia, exquisitez y hasta simpatía (estupendo tema psicodélico incluído) de las músicas que en el filme se disponen para que los protagonistas los dancen. Aunque es muy recurrido y en el filme queda algo aparatoso, es interesante cómo la directora conexiona algunas de esas músicas con la historia en flashback origen de los números coreográficos. Pero más allá de eso no hay mucho más: hay abundante música preexistente que, aunque justificada argumental o estéticamente, le resta presencia a la música de Iglesias, y fuera de las danzas apenas tiene relevancia: de hecho, las mejores escenas de la película son las que no tienen su música. Nada malo puede decirse tampoco de estas músicas que se aplican fuera de los bailes, pero son superficiales, dérmicas, incapaces de explicar ni aportar nada que no esté ya evidenciado en el resto del filme. Es buena música, deliciosa y pulcra, pero cinematográficamente poco interesante. Y aún así da gusto encontrársela en la película cuando aparece.