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Por Manuel Báez
En esta serie de artículos he procurado hacer un análisis que explica en gran medida lo que muchos llaman la muerte de la música de cine. Dejando fuera lo que (a mi juicio) son hipérboles, es cierto que elementos tales como el cambio de paradigma educativo y las nuevas formas de comunicación, el marketing, los nuevos procesos de industrialización del producto cultural (algo que ya antecedieron, también con exageraciones varias, Adorno y la Escuela de Frankfurt) y otros elementos, provocan que vivamos una época de homogeneización en los productos masivos. Sin embargo, hay otros temas estructurales, propios del modo de trabajar de la música en cine y la música audivisual, que considero que merecen atención. Muchos fueron tratados en una maravillosa serie de artículos (Los porqués del rechazo) de Carles Robert Bassa, por lo que no me extenderé en ellos, otros han sido tratados ampliamente en MundoBSO y se relacionan con aspectos basados en el modo específico de trabajar en la actualidad, que creo afectan especialmente a entornos como Hollywood.
Desde los albores del cine y la inclusión de las bandas sonoras, hay un aspecto que podría ser considerado una piedra en el camino de los compositores de cine: la indiferencia y el desconocimiento de muchos directores y productores hacia la banda sonora como pieza capital del puzzle que es una película. Este asunto, que se ha tratado muchas veces en la web, especialmente por parte de Conrado Xalabarder, es un problema más exagerado hoy en día, donde la formación suele ser menos general y más especializada por parte de los propios directores. Hemos visto cómo bandas sonoras han sido rechazadas por motivos tan espurios como el gusto personal, al igual que bandas sonoras concebidas desde la narrativa se han visto alteradas o troceadas porque al director o a un productor le parecía que un tema principal o un tema secundario sonaban mejor en otro sitio, sin tener en cuenta las consideraciones del propio compositor y destruyendo la necesaria sinergia de los elementos que conforman la película. Estas actitudes inciden directamente sobre el uso de la música en su función narrativa, y han sentado un precedente que aumenta esa percepción, totalmente errónea, de que la música está para acompañar a las imágenes, una constante en este campo que sería inimaginable en otros campos de trabajo del propio cine. Si en el propio cine existe un desconocimiento sobre las diversas funciones de la musica (narrativas, dramatúrgicas, incluso estéticas), si quienes toman las decisiones parecen no otorgar importancia a un elemento tan importante que a veces está en primer plano, por encima del propio guion o de las imágenes, es lógico pensar que las nuevas generaciones de compositores van a adolecer de ese sentido de las funciones múltiples de la música.
Podemos incluir aquí ejemplos tan extravagantes como el cambio absoluto en el enfoque musical en una serie (caso de la reciente Obi-Wan Kenobi) respecto a la propia mitología musical de una franquicia o, peor aún, el cambio de enfoque en la propia serie. Sería impensable que una serie cambiara radicalmente la fotografía (o a sus actores) de un capítulo a otro, salvo por motivos creativos y reflexionados. Sin embargo, parece que la música es un fondo, un colchón, y muchas personas que toman decisiones sobre un campo que desconocen utilizan criterios basados en el gusto personal perpetrando un atentado estético contra la propia obra. Otro ejemplo es la inclusión forzada de clichés: la música es un lenguaje, hay elementos que se establecen como significantes (como una trompa suave en un funeral frente a una tesitura más aguda para actos heróicos, una marcha…), pero se están construyendo clichés basados en fórmulas de éxito que fueron concebidos para películas determinadas y que pueden no tener ese mismo significado ni funcionar en otra película con otro contexto. Y aquí entra uno de los grandes problemas de nuestra época, que ya es un problema estructural: los temp tracks.
Los temp tracks son bandas sonoras temporales, muchas veces con diversas piezas preexistentes de otras bandas sonoras, que se utilizan antes de que se componga una banda sonora propia, de la película o la obra. Directores, productores, montadores… ven una y otra vez el material disponible con temp tracks de otras películas, de forma que se genera una asociación casi inseparable, por lo que posteriormente piden al compositor que la banda sonora suene como el temp track que han estado escuchando. Esto es un problema bastante serio cuando, además, se junta con la indiferencia hacia las funciones de la música y, con ello, hacia la unicidad de la música, que debe funcionar específicamente en la película para la que ha sido concebida. Cuando aparece un compositor que quiera otorgar a la obra esa unicidad, creando una banda sonora diferente a los temp tracks, se encuentra con el rechazo frontal de quienes han relacionado la película con los temp tracks preexistentes. Esto deriva en una menor oportunidad para el compositor y para la música, que se limitará a ser un calco, una mera copia apenas funcional de esa música preexistente. Y las copias se reproducen una y otra vez, degrandándose y generando esos clichés exagerados a los que me he referido (el mismo ostinato en escenas de acción, armonías y melodías prácticamente idénticas en películas muy diferentes), cercenando la creatividad y afectando a la película, a la obra conjunta.
El poder narrativo y dramatúrgico de la música puede cambiar una película al igual que su fotografía: puede, de hecho, cambiar la propia narrativa. Leitmotivs, músicas que anteceden la acción, que nos hablan de un personaje ausente a través de su tema o que, incluso, muestran las verdaderas intenciones de un personaje o sus emociones contrastando con el aspecto meramente gestual, mostrándonos qué hay tras la máscara. Pero esto es muy difícil, como veremos posteriormente, cuando la música se ve desde el punto de vista de mera acompañante. A diferencia de otros problemas actuales, ese papel secundario y fuera de la película de la banda sonora es uno de los grandes problemas del cine. Se trata de un defecto estructural de este campo que tiene poco sentido, considerando la fuerza narrativa y dramatúrgica de la tradición musical en las óperas, el ballet o los poemas sinfónicos. Como consecuencia, considerando que las nuevas generaciones labran su futuro a través del espejo de las generaciones predecesoras, es una mala noticia que en las grandes producciones comerciales actuales la narrativa musical (y la melodía y utilización de temas) casi parezca en peligro de extinción y que la música sea una suerte de textura de acompañamiento, un refrito de ideas de otras películas sin un hilo conductor ni unicidad.
Los temp tracks terminan siendo otra cara de la moneda de ese modelo industrializado al que me he referido en artículos previos: si una música tiene éxito se convierte en un canon inalterable que será asociado a productos con una personalidad artística dispar, provocando que en un género específico todas las músicas nos suenen idénticas y despojando al compositor de su faceta personal como creador, de su visión de unicidad sobre la película. Esto, por supuesto, no ocurre todas las veces, pero sí más de las que desearíamos, y es un problema derivado de esa indiferencia y falta de conocimiento en la toma de decisiones en lo que respecta a la música, que provoca que personas que no conocen la multifuncionalidad de la música y las sinergias que genera en una película tomen decisiones erróneas que van en contra de la propia película.
Por último, la disminución de calidad es mayor en entornos con una competencia mal entendida. Ya hemos visto que hay compositores que tienen que trabajar a un ritmo altísimo para no ser olvidados, pero también hay que comprender que, a veces, esa competencia lleva a escoger al compositor que, aún sabiendo que determinadas exigencias van contra la obra como conjunto, se tiene que plegar a las mismas para poder vivir de su trabajo. Igualmente, esta competencia implica que no necesariamente se va a tomar como factor decisorio un elemento creativo y artesanal, sino un criterio basado en el plano económico (el que menos cobra), en el plano temporal-productivo (el que trabaja más rápido) o, simplemente, en la moda. Todo esto favorece la aparición de escuelas de compositores con un estilo prácticamente idéntico, y no pretendo aquí faltar al respeto a los compositores, sino criticar un problema estructural basado en esa primacía de factores supuestamente comerciales frente al criterio de la calidad y la música como elemento fundamental de una obra conjunta. Y esto redunda en el mensaje de aprende a componer bandas sonoras en 30 días. La competencia podría elevar la calidad, pero el modelo implica trabajar por precios ajustadísimos, con la música como último eslabón de la cadena y poco tiempo para pensar el trabajo. Lo que importa es trabajar rápido, al margen de que el trabajo esté mejor o peor hecho. Además, esta noción errónea de la música como acompañante hace que nos perdamos la sinergia que podría generar hablar con el compositor antes de realizar la filmación y el montaje, y no después. Es sabido que Williams influyó en la decisión de Spielberg de mostrar menos al tiburón y utilizar la música para lograr el efecto de amenaza constante que sobrevuela la filmación. Es algo que ha ocurrido muchas veces, escenas que han cambiado por completo por aportar un punto de vista narrativo que ni el guion ni el aspecto visual podrían aportar. Esto no es posible cuando la música es una especie de agregado intrascendente a la película que va en último término, la mentalidad que tienen muchas producciones. En el cine de autor podemos disfrutar de propuestas interesantes en las que la música ha vertebrado una parte importante de la narrativa, porque hay más oportunidad para que la banda sonora sea una parte fundamental para lograr el todo, no un elemento ajeno a la película que está ahí para acompañar.
¿Habrían tenido el éxito que tuvieron Jaws, The Omen o la trilogía del dólar sin la visión creativa de compositores que trascendieron las modas y tomaron decisiones de riesgo? ¿Qué habría sido de Korngold o Rózsa en un mundo en el que impera el diseño de sonido (algo de gran interés) como modelo único en películas de aventuras y acción? ¿Hisaishi habría podido mostrar su visión enriquecedora en la narrativa de películas como Mononoke hime o Sen to Chihiro no kamikakushi si en el estudio el modelo de temp tracks hubiera formado un criterio inamovible de directores y productores? Podríamos decir que hay figuras que han cambiado las reglas del juego, compositores tan geniales que habrían medrado en las peores condiciones pero, sin duda, sería mucho más difícil en el mundo actual, especiamente en las grandes producciones, en las que se arriesga poco y los chistes se escriben con algoritmos. Un algoritmo puede precedir con cierta capacidad si algo va a tener éxito, pero no puede predecir la genialidad de los autores a los que me he referido y cómo su personalidad creativa cambió las reglas de juego.
Pese a este análisis, que podría parecer tremendamente pesimista, sigo pensando que la música de cine no está muerta. El cine no empieza ni acaba en Hollywood ni en EEUU y, aún en sistemas de cultura masiva, las modas van y vienen. Hay cine de animación, cine de autor, cortos, películas que no se pliegan a los algoritmos... Pero sí que existen problemas de índole general y problemas estructurales, propios del cine y su relación con la música, que explican que mucha gente se lleve las manos a la cabeza y exclame: ¡La música de cine ha muerto, y la hemos matado nosotros!.