Por Joan Bosch i Hugas
Nuestro amigo y compañero Joan Bosch dedica este artículo al trabajo de Maurice Jarre en el filme de David Lean Lawrence of Arabia (62), por el que ganó su primer Oscar y el reconocimiento mundial.
1.- Jarre-Lean, la belleza como premisa
Una premisa, tal vez nunca acordada, parece planear sobre la obra surgida de la colaboración entre ambos artistas: el afán de satisfacer sus inclinaciones estéticas recreándose en la belleza. Ciertamente cada uno, desde su particular esfera creativa, posee una vena dramática que, sin traicionarla, somete a la dictadura de un riguroso tamiz estético a fin de que imagen y música sean fundamentalmente hermosas. El encuentro con el realizador supuso para el compositor el inicio de un enfoque musical muy diferenciado de la labor realizada para la la cinematografía gala. Consciente o inconscientemente, la música dejo de ser simplemente un estímulo emotivo complementario, tan importante y necesario como se quiera pero de limitada presencia, para asumir un papel protagonístico en el recuerdo del espectador. Fotogénicos planos generales capturados en el momento justo de luz y de color compartían, como nunca antes lo habían hecho en la cinematografía del músico, belleza y presencia con las notas surgidas del pentagrama.
2.- Lawrence de Arabia
La recreación cinematográfica de la histórica figura del teniente británico T. E. Lawrence supuso el lanzamiento internacional y encumbramiento al estrellato para Maurice Jarre. Cuando recibió el encargo su curriculum vitae fuera de las fronteras galas -excepción hecha de Crack in the Mirror y The Big Gamble dos filmes rodados en áreas de influencia francófona- se reducía a un solo título, The Longest Day (62), con el que difícilmente podía aspirar a obtener la atención de profesionales y aficionados a la música cinematográfica. El productor del filme, Sam Spiegel, había tenido ocasión de visualizar la película Les dimanches de Ville d'Avray (62), que había distribuido la compañia de la dama de la antorcha, y afirmaba que se había prendado de la música de aquel joven compositor que empezaba a ser saludado como recipiendario de una cierta forma muy francesa de componer música para el cine y heredero natural de Maurice Jauvert, y le ofreció el trabajo. Sin embargo, no había sido la primera opción de David Lean, dificilmente podría haberlo sido después del éxito obtenido con su asociación con sir Malcolm Arnold en la realización precedente, The Bridge on the River Kwai (57) No obstante, por motivaciones de disponibilidad, Arnold había declinado el ofrecimiento y Spiegel había tomado a su cargo la búsqueda del músico.
El relato pormenorizado de los hechos que conducirían a Jarre a responsabilizarse por completo del aspecto musical de la película resulta inverosimil y realmente sintomático de la ignorancia con que frecuentemente se han de enfrentar los compositores de música cinematográfica. El propio compositor ha testificado al respecto en numerosas ocasiones, y tuve ocasión de oirlo de su propia voz:
"Spiegel me citó en un hotel de Londres y me dijo que iba a producir la película más grande jamás rodada. Esto era típico de los productores, así que no me alarmé. Pero entonces me dijo que iba a usar tres compositores. Ante mi extrañeza me explicó: "Quiero a Adam Khachaturian para componer la música árabe". Que extraño, pensé, ¿Un ruso para hacer música árabe?. Continuó Spiegel: "Quiero a Benjamin Britten para hacer la música inglesa". Eso tiene sentido, le dije. "Y quiero que tú hagas la música dramática"
Un militar inglés en Arabia y no podía recurrir ni a la música inglesa ni a la árabe. ¡Fascinante! Sin embargo aceptó. Aún estaba documentándose sobre el personaje y visualizando las cuarenta horas largas de metraje pendientes de montaje cuando tuvo noticias de Spiegel: a Khachaturian el régimen soviético no le autorizaba la salida fuera de los países de su área de influencia y Britten no habia aceptado aduciendo compromisos previos. Sólo quedaba él. El panorama se clarificaba. Poco duró la bonanza y negros nubarrones se cernieron sobre el optimismo de Jarre: Spiegel había tenido una nueva inspiración: "Tengo buenas noticias", le comunicaba por teléfono, "voy a conseguir el noventa por ciento de la música y tu sólo tendrás que componer el diez per ciento restante y hacer los arreglos de todo". Si la situación ya era de por sí sorprendente, los detalles del acuerdo no tendrían desperdicio como piezas estelares de un hipotético museo de lo absurdo: el nuevo contratado ni siquiera debía ver a película. Con todo, aún no se le había informado de quién se trataba. Richard Rodgers, se respondió a su requerimiento. Empezó el neoyorkino la composición y a las pocas semanas Jarre era citado a encontrarse con Lean y Spiegel para la audición de lo escrito por Rodgers: "Un pianista empezó a interpretar el tema árabe, ¡era atroz!, era como una mezcla de algo de Borodin y The King and I. Poco después vino el tema de amor de Lawrence de Arabia, ¿El tema de amor?, pregunté sobresaltado. Realmente tenía referencias sobre la homosexualidad de Lawrence pero no tenía ni idea que eso fuera a verse en la película. Finalmente, David, cada vez más enojado, se levantó y me dijo: Maurice, ¿Has compuesto tú algo? Les toqué entonces el tema de Lawrence y Sam dijo: Muchacho, has conseguido el trabajo"
La rocambolesca elección del músico adecuado se había prolongado de tal manera que cuando por fín se había tomado tan solo quedaban dos meses para la fecha prevista para el estreno y en la mesa de trabajo de Jarre unos pocos esbozos temáticos aguardaban ser completados, desarrollados y adaptados a una orquesta de cien músicos hasta cubrir las casi dos horas de metraje que se habían valorado como necesitadas de soporte musical. Descontados los dias previstos para la grabación de la partitura, Jarre se vio obligado a completar el trabajo en cuatro semanas, y para poder cumplir con los plazos de entrega hubo de imponerse un extenuante ritmo de trabajo: "Escribí esas dos horas de música en tramos de cinco horas de trabajo interrumpido por veinte minutos de sueño".
La interpretación corrió a cargo de la The London Philharmonic Orchestra y en un intento de prestigiar el filme se encargó la dirección exclusiva de la obertura a sir Adrian Boult, a quien fraudulentamente se acreditó como responsable de la dirección de toda la composición cuando en realidad fue el mismo Jarre quien se ocupó del resto. Otro meritorio exponente de la necedad que con frecuencia caracteriza todo aquello que relaciona al aspecto musical con el productor del filme es la presencia preferencial del orquestador, Gerard Schurmann, a toda pantalla en los créditos iniciales. Sabido es que en la artesanal cinematografía europea difícilmente el músico de cine delega, o se puede permitir delegar, esfuerzo en un orquestador. Maurice Jarre, proveniente de la cinematografía gala, no aceptó en ningún momento compartir la autoría de la composición, de la que considera que la orquestación constituye una parte fundamental, habiendo actuado Gerard Schurmann de mero copista reportando al compositor el consiguiente alivio de trabajo manual. De la veracidad de estas afirmaciones la prestancia orquestal de su obra posterior es el más fiel testigo.
La añorada costumbre, reservada a las grandes producciones, de motivar al espectador mediante la recreación musical del tono anímico pertinente previo a la visualización de la historia que va a ser presentada, adquiere en manos de Jarre la condición de lujoso aditamento, proporcionándole la ocasión única de defender, a cortinas cerradas, su poder de sugestión, de seducción, sin verse condicionado o minimizado por condicionamientos fílmicos. Desde el mismo inicio del espectáculo su presencia será notoria para el menos musicalmente interesado de los asistentes en la sala de proyección y su arte se hará bien patente. Magnificencia, exotismo y dramatismo se conjugan en una composición de singular belleza y portentosa efectividad: los timbales, con salvaje dramatismo, rompen el silencio introduciendo con sus agresivas florituras un clima beligerante por el que discurren exóticas melismas árabes que se silencian con la aparición, entre percusiones esporádicas que nunca lo abandonaran, el tema, lento y majestuoso, que habrá de acompanar al teniente Lawrence en sus desérticas aventuras. Nuevamente acomete belicosamente la percusión confundiéndose al instante con la presencia violenta del tema árabe, hasta ser moderada por la pompa mesurada de una marcha de característica esencia británica. El final, como no podía ser otro, árabes y británicos, terciados por Lawrence, se enfrentan en una meticulosa algarabía de ritmos y melodías que culmina en un climax de barbarie del que nadie resulta vencedor. Una pequeña obra maestra, sin paliativos, que consigue el favor del oyente a la primera audición y que, sin embargo, como se ha demostrado, resiste el análisis pormenorizado con idéntica entereza. Una atinada síntesis de la trama que acierta en el tono (épico, belicoso y dramático) y en los argumentos.
La compleja personalidad de T. E. Lawrence no admite criterios apresurados y cualquier pretensión de resumirla en pocas palabras difícilmente se aproximará nunca a lo intrincado de su naturaleza. La esquemática adjetivación expuesta a cabecera de párrafo no pretende otra cosa que definir el personaje en base, exclusivamente, a las sugerencias musicales. El conocido tema de Lawrence de Arabia, máximo responsable del éxito popular de la banda sonora, es una cautivadora meloda, de ambivalente referencia, asociada por igual a las vastas extensiones desérticas que al polémico militar británico. No es casual que así sea. Para el Lawrence musical, y parcialmente el fílmico, el desierto no es más que un desafio, una ocasión para colmar sus ansias de superar lo imposible, de realizar asombrosas proezas épicas jamás logradas con anterioridad. A ojos del inglés las imágenes desérticas adquieren un tono de fascinación, de atractiva magnificencia que desde la perspectiva del espectador se corresponde con el tono épico, legendario y soñador que, limando numerosas asperezas, el músico, a indicación del realizador pretendió para el protagonista. Los posibles enfoques descriptivos referentes a la aridez de los desolados paisajes o la soledad del hombre enfrentado a su inmensidad no se corresponden con la orientación deseada para el leitmotiv principal. De ello se encarga, ejemplarmente, la copiosa musica incidental, de caracter atemático, menos atractiva a la audición exclusiva pero de impagable valor dramático. No es escasa la rentabilidad dramática obtenida de una simple melodia que, por anadidura, transmite una exótica fragancia fundamentada en una cierta inercia melódica árabe.
El caracter británico del biografiado también lo corrobora la partitura desde el mismo inicio del filme. Bajo los títulos de crédito, y a vista de pájaro, la cámara inmóvil observa a Lawrence preparando su motocicleta al tiempo que una vivaracha marcha, rítmica y vital, enraizada en la mas pura tradición britanica establece un inequivoco referente geográfico transportandonos sin confusión posible a las verdes campinas inglesas. Su participación en el desarrollo dramático del argumento musical la convertirá en un motivo fundamental: el tema británico o del hogar. Ambos motivos, el de la pasión por el mundo árabe y el del hogar británico, configuran la alusión musical principal al conflicto interno de un hombre que en ninguna parte halló completa satisfacción. Durante los créditos prevalece su identidad británica con escuetas, incompletas, pero significativas citas de tema principal —al surgir en la pantalla el título de la película, por ejemplo-. Cuando ya en el desierto se recuerde su tierra natal o se planteen sus obligaciones como servidor de la corona, el británico tema del hogar se intiltrará entre los compases de un ya preponderante tema principal. La fascinación por la cultura árabe y el cumplimiento de sus sueños megalomaníacos terminará por eclipsar definitivamente el tema británico que caerá en el olvido.
La presentación en pantalla del tema principal, obviados los breves apuntes primerizos esbozados en los créditos iniciales no podía ser más espectacular y afortunada: tras los créditos, el protagonista lanza su motocicleta a toda velocidad sufriendo un accidente que pondrá fin a su asombrosa existencia. Una elipse temporal nos remite al pasado, durante su estancia como cartografista en los cuarteles británicos de El Cairo, cuando se le encomienda adentrarse en tierras desérticas y contactar con el jefe de los beduinos, el príncipe Faisal (Alec Guinness) Realizada la elipse, el guión exigía nuevamente un brusco salto espacio-temporal. La acción debía pasar del recogimiento de una estancia a la magnificencia de un paisaje desértico. David Lean ideó una argucia visual para suavizar el súbito contraste y el músico le ofreció su respaldo obteniéndose de la asociación uno de esos mágicos momentos que pasan a la historia de la cinematografia por derecho propio: Lawrence (Peter O’Toole) se prepara para una de sus exhibicionistas muestras de masoquismo, enciende una cerilla mientras la cámara fija la mirada en el rojo de la llama y ante los comentarios de su interlocutor, desiste de apagarla lentamente con los dedos, sopla y, subitamente se oscurece la pantalla. Del oscuro margen inferior de la imagen, prontamente reconocible como el horizonte del desierto, surge el sol en su amanecer; una cítara apenas audible expone un delicado tema sobre un prolongado pedal orquestal que, al tiempo que la luz, incrementa in crescendo su presencia; culmina el alba y aparece en fortíssimo, espectacular, épico y atractivo, el tema principal. Un plano general muestra a Lawrence y su guia beduino, minimizados por entre dunas, cruzando el paisaje a lomos de camello. Nunca antes se habían mostrado con igual belleza tan inhóspitos paisajes.
La música árabe, debidamente tamizada al gusto occidental, es otro afortunado ingrediente de la composición. Con ella Jarre dota la partitura de un exótico colorido que estéticamente la engrandece, ya sea mediante una solitaria flauta que ubica las estrelladas noches desérticas o adhiriéndose a la carga de las caballerías islámicas con una agresiva y frenética marcha. La representación musical británica, coincidiendo felizmente las necesidades fílmicas con las inclinaciones compositivas del músico, recae, como ya se ha expuesto con suficiente detalle, en una marcha, con lo cual aparte de indicar el origen del protagonista, congenia perfectamente con su condición de militar. Existe en la película una aportación a la identidad musical inglesa que es ajena a Maurice Jarre. Se trata de una pieza diegética (interpretada en escena) que se corresponde con una marcha debida a K. J. Alford. Sin duda, el éxito popular obtenido con la Marcha del coronal Bogey de The Bridge on the River Kwai, del mismo productor y director, debió influir en la decisión de incluirla.
Reducir las alabanzas a esta composición a la bondad rítmica o melódica de unos pocos temas musicales sería hacer un flaco favor y escasa justicia a los valores cinematográficos de una composición modélica, también, en cuanto a su aportación dramática. La primera noche de Lawrence en el desierto sirve de pretexto al compositor para mostrar su dominio de la faceta intimista: la exuberancia orquestal queda relegada a un discreto duetto para flauta y ondas Martenot de cautivadora presencia, siendo esta la primera ocasión en la que el músico recurrió a este instrumento electrónico del habría de convertirse en su máximo defensor junto a Elmer Bernstein. Especial interés, por su efectividad dramática, merece la secuencia en la que Lawrence deambula sobre las arenas del desierto ensimismado en sus reflexiones: el viento desdibuja la árida superficie como un vapor ceniciento y la música, respetuosa con el planteamiento realista, apenas interfiere en la nitidez de su apreciación sonora. Sigilosamente, las dubitaciones del militar, asumidas por la partitura, empiezan a advertirse servidas por una musica atemática que en paulatino crescendo refuerza la percepción de la determinación que va generandose en su interior. No se trata de un comentario imprescindible, pocas veces la aportación musical de una película lo es, no obstante, constituye un relevante ejemplo del refuerzo emocional que es capaz de aportar.
Suficientemente se han ponderado los méritos de la melodía asociada al desierto, pero este no siempre es interpretado bajo la personalísima óptica del protagonista. En ocasiones, la realidad se impone y es entonces cuando la música consigue fusionarse, en perfecta simbiosis con dramatismo de las imágenes. La letal aridez del desierto de Neful, la tediosa y rítmica monotonía de las monturas, el acoso ardiente del sol en su cénit, todo se potencia en el pentagrama hábilmente embellecido por la infiltración esporádica de los conocidos referentes melódicos según sea el personaje contemplado. Todos los recursos son válidos y no siempre es necesario recurrir a todos los miembros de la orquesta. Al cruzar el Yunque del Sol, la zona más inhóspita del Neful, paso previo para alcanzar la retaguardia de la fortaleza de Aqaba, un árabe vencido por el sueño y la fatiga, cae, en plena noche, del camello. Nadie lo advierte y siguen la marcha. Cuando, ya alzado el Sol, descubren al camello sin montura, sin pocas las esperanzas para el jinete, Lawrence regresa sobre sus huellas, al tiempo que el infortunado inicia una caminata desesperada con un escueto ritmo percusivo dramatizando el esfuerzo, anadiendo plomo a sus pasos. El joven criado del británico espera su regreso oteando el horizonte desde su montura. Atisba un punto en la lejanía y el tema de Lawrence es esbozado incompleto, inseguro, entre cristalinas percusiones dudosas de que no se trate de un espejismo. Emprende el sirviente la marcha, fija la mirada en lontananza; la silueta paulatinamente se va perfilando; el camello gradualmente acelera el paso impulsado por la melodía que se va afianzando en confianza; se reencuentran y el tema de Lawrence culmina un apoteósico crescendo en una soberbia demostración de poderío orquestal. Para algunos hombres nada esta escrito si ellos no lo escriben y la musica se deleita en su victoria.
El desierto realista de Maurice Jarre es un desierto sustentado en una imaginativa paleta orquestal en la que el Sol se intuye amenazante en los trémolos electrónicos de las ondas Martenot, el agotamiento y la dificultad son apropiadamente dimensionados por la percusión y la cítara aporta ese toque de exotismo que tanto aprecia su autor. Sin lugar a dudas, Lawrence of Arabia es uno de los mejores trabajos de Maurice Jarre, sino el mejor, y una preciosa gema dentro de la música de cine en general.