Capítulo anterior: Los convulsos 60 (XIII): Las dos Españas
En la Unión Soviética de los sesenta, Dmitri Shostakovich tuvo ocasión de hacer alguna que otra obra magna para el cine, como una versión de Gamlet (64) o de Korol Lir (69), en las que el insigne compositor aplicó sendas partituras intensas, con las que desvelaba los conflictos internos de los protagonistas. En la vecina Polonia aparecieron dos compositores que tendrían importancia a nivel europeo. En primer lugar Wojciech Kilar quien, aunque destacaría sobremanera a partir de los setenta, trabajó en numerosísimas películas de su país durante esta década. De ellas, la más notable fue Struktura krysztalu (69), de Krzysztof Zanussi, director con el que colaboraría a menudo. En segundo lugar, Krzysztof Komeda, cuya temprana muerte a causa de un accidente de tráfico truncó una carrera prometedora. Su pasión por el jazz le llevó a participar, de joven, en numerosos festivales alrededor del mundo y comenzó a trabajar para el cine en películas de sus compatriotas, especialmente de Roman Polanski. Con él hizo, entre otras, Noz w wodzie (62) Cul-de-sac (66) o las singulares The Fearless Vampire Killers (67) y Rosemary’s Baby (68).
De Grecia surgieron dos relevantes compositores que internacionalizaron la música helénica no solo desde una perspectiva folklórica. Manos Hadjidakis hizo mucho cine, pero la popularidad le llegó con Pote tin Kyriaki (60), de Jules Dassin, película de enorme éxito mundial con hermosa aplicación de música griega más allá de lo ambiental. El compositor ganó un Oscar por un tema cantado en griego por Melina Mercouri. Luego hizo América, América (63), de Elia Kazan, donde su creación dramática, por momentos áspera, funcionó muy bien de nuevo, al igual que en la ligera Topkapi (64), de nuevo a las órdenes de Dassin. Más elaborado fue Mikis Theodorakis, que con Dassin hizo Phaedra (62), pero que fue conocido por su creación para Alexis Zorba (64), por sus versiones de clásicos griegos como Elektra (62) o por su cine de compromiso político-ideológico, como en el caso de Z (69), de Costa-Gavras. Hubo muchas diferencias entre la música de estos tres títulos, lo que evidenció la gran versatilidad del compositor. Lo que Hadjidakis y Theodorakis hicieron por la música helénica, Ravi Shankar lo hizo por la hindú. Compositor e intérprete mundialmente reconocido por su aportación a la internacionalización de la música de la India, su carrera en el cine fue un mero complemento a su labor extracinematográfica. Había trabajado en películas de Satyajit Ray como Pather Panchali (55) o Apu Sansar (59), pero fue su creación indo-psicodélica para Charly (68) la que más le abrió las puertas internacionales. Muchos años más tarde lograría otro éxito con Gandhi (82), de Richard Attenborough.
Por último, desde Japón llegaron tres singulares creadores con óptimos resultados cinematográficos. Uno de ellos fue Masaru Sato, que destacó por su relación profesional con Akira Kurosawa. Trabajó en algunos filmes insignificantes hasta que hizo Gojira no Gyakushu (55), que le reportaría prestigio y le garantizaría trabajo en las innumerables secuelas o sucedáneos de este tipo de películas de gigantescos monstruos típicas del Japón. Ese mismo año, al morir Hayasaka en el proceso de creación de Ikimono no Kiroku (55), de Kurosawa, Sato fue llamado para acabar el trabajo, y se quedó con el director durante diez años. Con él hizo las partituras de, entre otras, la contundente Kumonosu jo (57) o Kakushi toride no san akunin (58) Yojimbo (61) y Akahige (64), con músicas de influencia occidental, y se convirtió en el compositor cinematográfico más conocido y prolífico del país. También fue notable Toshiro Mayuzumi, con amplia labor concertista. Trabajó con relevantes directores como Kon Ichikawa, Kenji Mizoguchi, Yasujiro Ozu o Shohei Imamura, en títulos como Aoiro kakumei (53) Ohayo (59) o Akai satsui (964), pero fueron sus colaboraciones con John Huston las que resultaron más reconocidas: The Bible (66), con música atonal, casi ancestral, en la que empleó sonoridades primarias y coros, dejando entrever cierto carácter lírico, de acorde con el espíritu de la creación de la Humanidad, o también las dramáticas Reflections in a Golden Eye (67) o The Kremlin Letter (70). Toru Takemitsu, finalmente, fue uno de los más prestigiosos de su país durante el Siglo XX, por su repertorio concertista y por el cinematográfico, que se extendió hasta principios de los noventa. En los sesenta, hizo alarde de sofisticación y cuidado sentido poético en músicas de apariencia agreste, con frecuencia atonales, como las de Seppuku (62) Kwaidan (64) o Suna no onna (64), en la que recreó un ambiente opaco y claustrofóbico para una película que transcurre en su mayor parte al aire libre. Otro de sus títulos destacados en este período fue Tanin no kao (66), en la que jugó con la dualidad en base a una partitura con dos entornos melódicos contrapuestos: melodías alegres y vivaces -como un vals- para el entorno ambiental y temas densos, angustiantes, para expresar el tormento interior del protagonista.