El compositor Gerard Pastor, dos veces nominado a nuestros Premios MundoBSO, ha regresado a Viena para volver a escuchar los conciertos de John Williams, que también ha vuelto a la capital austríaca. En aquella ocasión lo explicó en Beethoven, Brahms...y Williams, el artículo más leído de 2020 en nuestra web. En esta ocasión su texto es más detallado y amplio, y por ello lo publicamos en dos partes.
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por Gerard Pastor
Siempre nos hemos preguntado por qué la música de concierto de John Williams ha despertado en general menor interés que su música de cine. En un reportaje sobre su aniversario publicado en el New York Times se apuntó que su música de concierto es menos imaginativa que la de cine. Pienso de entrada en Sound the Bells! o el Concierto para Tuba y no estoy de acuerdo. No es el parámetro que pueda explicar este hecho, y aunque es algo que podría merecer una mesa redonda, distintos artículos y un fantástico debate, me permito intentar exponer mi punto de vista tras años de escucha y con lo vivido en Viena estos dos días, sobre todo con el estreno europeo de su Concierto para Violín n.2.
Una de las principales diferencias entre la música de cine y la de concierto es la longitud de las piezas y por lo tanto la forma musical que deriva de ellas. Es decir, qué partes tiene, cómo están ordenadas y cómo se relacionan entre ellas. Cuanta más longitud y más partes, más complejo se vuelve el proceso de escritura. Cuando una obra se vuelve especialmente extensa, hablamos de gran forma, algo que muy pocos compositores y compositoras han logrado dominar en la Historia. Hay grandes compositores de canciones o de ciclos de piezas breves (donde podría ubicarse la música de cine) que no han brillado especialmente en sus intentos de escribir conciertos para solistas, sinfonías u otras obras de gran formato. Sin embargo es muy extraño encontrar casos inversos. Por último, remarcar que un buen proceso de escritura de este tipo de obras lleva en general mucho tiempo, calma, tachar, reescribir, preguntarse, escuchar bien, revisitar (el primer concierto para violín de Williams fue escrito en 1976 y revisado en 2016) etc. No es sólo cuestión de sentarse más horas delante del papel y gastar más lápices, sino que hay un tiempo vital necesario para que todo vaya asentándose en el interior del compositor, que tiene el gran reto de generar un gran conflicto que deberá resolverse y dejarnos a todos en paz al final de la obra, empezando por dejarle en paz a él mismo. Forzar este proceso puede hacer mella directamente en la calidad de las obras resultantes, algo que se ve habitualmente en nuestras salas de concierto cuando los compositores y compositoras tienen la presión de la entrega (como en el cine) y con una cultura muy poco fomentada hoy en día desde las instituciones académicas sobre la revisión de las obras. Este tiempo y pausa es lo que ha tenido Williams en este concierto, que para mí es hasta la fecha su mejor obra de concierto junto con el Preludio y Scherzo para piano y orquesta. En la misma entrevista remarcaba que el parón de Hollywood por la pandemia le dio la oportunidad de dedicarse a la música de concierto. Dijo:
Ya no quiero hacer más películas en particular. Seis meses de vida a mi edad es mucho tiempo.
Es inevitable pensar que se han juntado todas las piezas necesarias para que el maestro haya empezado a escribir música de concierto como nunca antes y que por eso hemos estado en Viena ante un estreno de una obra de este calibre.
Los dos conciertos de febrero de 2020 fueron históricos por varias razones: su debut en Viena, su primer concierto europeo en mucho tiempo y además tuvo una simbología muy especial porque supuso un reconocimiento de la gran música de cine como música clásica por parte de una de las instituciones sinfónicas más tradicionales del mundo. Los dos de 2022 también dejan huella para la Historia: han supuesto la consagración de Williams como compositor fuera de la música de cine, y lo ha sido con la première europea del segundo concierto para violín, con una orquesta y en una sala que en su día estrenó por ejemplo la segunda sinfonía de Brahms. Estos hechos tienen una repercusión inmensa en el futuro de la profesión de los compositores y compositoras y es que hace años que la música de cine va ocupando cada vez más un lugar relevante en las salas de concierto. Es una evidencia que el interés por la música de origen no cinematográfico de estos compositores va también en aumento.
La música de cine ha sido un templo para poder seguir desarrollando el lenguaje musical en una línea al margen del ruido y la presión académica de las vanguardias del Siglo XX/XXI. Este desarrollo ha ido muy estrechamente ligado a la música americana (Gershwin, Barber, Bernstein, Copland…) o a la música de compositores europeos que emigraron a Estados Unidos (Rachmaninov, Rozsa, Korngold…). Ha tenido la virtud de ser una música que ha conectado con el gran público, no por comercial, sino por directa. No es de extrañar que en un contexto como este haya cada vez más premios de composición ganados por autores y autoras con pie y medio en el mundo del film scoring, que reciban más encargos o que se les invite más a dirigir. Tampoco es de extrañar lo que pasó en el concierto organizado por la Fundación la Caixa titulado Música Imprescindible celebrado en el Liceu de Barcelona en diciembre de 2021. En este se hizo un repaso por la Historia de la música desde 1600 hasta nuestros días a través de obras sinfónicas significativas de cada período. Cuando llegó el siglo XX-XXI, los organizadores del concierto eligieron como obras una suite del Pájaro de Fuego de Stravinsky y una suite de música de cine con Morricone o Williams entre otros.
Es una transformación, y la Filarmónica de Viena ha estado allí dos veces: para abrir sus puertas y para dar vuelo a este cambio global que se juega a todos los niveles (desde orquestas de primer nivel hasta formaciones amateurs de cualquier rincón del mundo), donde el compositor o compositora de cine deje de ser valorado como compositor de segunda por hacer cine. Hay buenos y malos sinfonistas, compositores de canciones, de jazz, y también buenos y malos compositores de música para cine. No serán mejores o peores por hacer un género en cuestión. La música es música y en el campo audiovisual tiene el privilegio de poder tener vida más allá del fin para el que ha sido creado. Esta es una de las grandezas de la música de John Williams: en la película es magnífica por funcional y sin la película lo es por musical.
Es una combinación fantástica. Aunque jueguen en casa, con todo el público ovacionando en pie desde la misma entrada del maestro al escenario, su implicación es total. El concierto del sábado fue bueno, pero el del domingo fue aún mejor, como es habitual. En ambos se respiró concentración y complicidad encima del escenario. Que las cosas funcionaban se podía apreciar en las miradas entre músicos, solista y director. Fueron numerosas las sonrisas que se iban dibujando encima del escenario con el paso de los distintos pasajes musicales. En una de las propinas, el tema de The Adventures of Tintin (11) en la versión para violín y orquesta, Anne-Sophie Mutter buscó la mirada del concertino en un pasaje muy rítmico en el que tocaban exactamente lo mismo como diciendo: esto es genial!. La conexión de Williams con el timpani de la orquesta fue también remarcable especialmente en los finales de las obras de la segunda parte.
El programa arrancaba con Sound the Bells! Una obra brillante y festiva a modo de obertura que Williams escribió con motivo de una gira de la Boston Pops en Japón en 1993 y que coincidió con la boda del príncipe heredero Naruhito y Masako Owada. Fue la primera de las numerosas obras con un papel muy exigente para la sección de instrumentos de viento metal. Tras esto llegaba la gran obra del concierto: el Concierto para Violín n.2 no es una obra fácil de escuchar. Escrita para Anne-Sophie Mutter, es de corte expresionista densa, compleja, con muchas secciones, contrastes, colores… Su orquestación le da una personalidad estéticamente fabulosa y es el anzuelo que nos conduce por cada una de sus secciones. Empieza desde lo profundo, con acordes graves coloreados por el arpa, interpretada brillantemente por Anneleen Lenaerts, una de las mejores del mundo en su instrumento. En esta obra el arpa se ubicaba en una posición atípica para este instrumento: a la derecha del director, casi como si fuera una segunda solista. Tras la breve introducción inicial, la cuerda reposa en un acorde calmado de Re mayor. Una calma que termina con la primera nota del violín, un Fa natural que desestabiliza la paz del acorde mayor, provoca que esa calma se desvanezca por completo y que nos advierte de que esa calma necesita su tormenta. El violín empieza con cierta timidez pero con mucha intensidad, que se mantiene durante todo el concierto y que pocos violinistas como Mutter pueden no sólo mantener, sino enriquecer y moldear. Esta intensidad y drama inicial se contagia y se expande por la orquesta generando una gran primera articulación que lleva hasta un primer gran forte. Tras esto, una segunda idea, más plácida en su inicio y que poco a poco se irá agitando. Es el germen del contraste que irá desarrollándose a lo largo de toda la obra. El drama está servido.
Aunque son cuatro movimientos, esta obra se articula en base a esta idea de contraste inicial y es realmente complicado sentir que hay un punto y aparte entre movimientos. Las ideas que se van sucediendo van volando más y llegando a cotas de intensidad cada vez más altas dibujando un único gran arco de principio a fin. Una intensidad que desemboca para mí en uno de los puntos cruciales: un pequeño duo entre timpani y violín solista. Ambos músicos lo realizaron a la perfección. Tras este punto de inflexión, empieza una larga bajada que no será tampoco en línea recta. Williams sigue expandiendo ideas pero de manera cada vez más expresiva y no tan expansiva, es decir, más lirismo y menos impacto o volumen en general. Este vuelo de regreso desemboca finalmente a una de las codas más bonitas y pacificadoras para el espíritu que probablemente se hayan escrito jamás. Tras una gran tormenta, la calma final es sublime, al nivel de la coda de la 8a sinfonía de Shostakovich. Williams hace repetidamente una cadencia de tipo plagal o introvertido, un tipo de cadencia clásicamente usada en los cierres y finales, pero la presenta de una manera sorprendente y nunca vista. Esta es una de las grandezas de Williams: es capaz de partir de tradiciones y referentes clásicos para seguir sorprendiendo y reinventándose obra tras obra. En la misma entrevista mencionada anteriormente comentaba también:
Siento que estoy sentado en el borde de algo
Mientras que en 2011 había un sinfín de compositores y compositoras buscando nuevas sonoridades con sintetizadores, efectos, etc… (y aún siguen), Williams arrancaba los créditos iniciales de Tintin con una melodía tocada simultáneamente por un clavicémbalo, un clarinete bajo y un piano. Una sonoridad única que nunca había visto ni he vuelto a ver, en un tema que sorprende hasta la última nota en todos los parámetros musicales. Creó una sonoridad que perdurará en un tema que seguirá siendo escuchado por generaciones. Y lo sorprendente es que lo que hace perenne esta música es lo que hay más allá de esta sonoridad. Este borde no debe perderse pues no es una moda. Está hecho de algo que perdura en el tiempo y que por lo tanto es tan válido para nosotros como lo fue antaño. A muchos compositores y compositoras nos han dicho no intentes ser John Williams, sólo hay uno y sin embargo Hans Zimmer dijo algo con lo que no podría estar más de acuerdo:
Lo necesitamos más ahora de lo que lo hemos necesitado antes
Lo más importante es que se sienten todos los que quieran sentarse en ese mismo borde. No me imagino algunas de las obras de John Powell, Benjamin Wallfisch o sobre todo Gordy Haab sin haber querido ser John Williams.
El final del concierto para violín desembocó en un largo silencio final con un público extremadamente conectado a él. No fue hasta que Williams bajó los brazos y Mutter el violín que el público arrancó una larguísima ovación. Un concierto tan denso y con tanto drama agradeció un bis de corte romántico e inesperado: el tema principal de The Long Goodbye (73), de la película de Robert Altman, en una versión para violín y orquesta. Una obra que un servidor, al igual que muchos otros, no conocía en una versión que habla más de cómo la sienten ahora Mutter y Wililiams que de como era en su versión original.
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