Un pianista regresa a las salas con tras cinco años de retirno. Pero cuando se sienta al piano y comienza su concierto, encuentra en la partitura notas amenazadoras en la que se le conmina a ejecutar el mejor concierto de su vida si quiere salvar su vida y la de su esposa.
El compositor firma una casi perfecta partitura con doble aplicación: como música incidental y en diégesis (la música del concierto). La incidental arranca con un interesante tema inicial de aire morriconiano con el piano como obvio instrumento protagonista, con el que se establecen algunas pautas que de todos modos solo son introductorias y que no se desarrollarán, en tanto el grueso de la música será la que el personaje interprete durante el concierto. Esta parte diegética se sustancia en algunas piezas sinfónicas que no solo funcionan argumentalmente sino que son especialmente brillantes en lo dramático: la música incrementa con creces la angustia y la tensión de las escenas, y el compositor logra un extraordinario tour de force cuando esa música acompaña las acciones del protagonista en los momentos en que puede abandonar el piano para cumplimentar algunas misiones que le son encomendadas, o cuando intenta resolver la situación, de modo que, sin perder en ningún momento la referencia diegética, funcionan como lo haría la música incidental. No es, por tanto -y esto es lo mejor- simplemente una música de concierto sino un elemento narrativo y dramático exquisitamente bien empleado. Finalizado el concierto, sin embargo, y como sucede con la propia película, el compositor ejecuta un final muy grisáceo e insignificante, de nuevo con música incidental, en forma de un tema que nada explica ni nada resuelve. Es donde se echa realmente en falta las conclusiones devastadoras con las que Herrmann, por ejemplo, cerraba algunos de sus filmes, y se empeora con la inclusión de una innecesaria canción en créditos finales. Es pues, un gran concierto mal acabado. Pero un gran concierto en su esencia.