Nació en Roma (Italia), el 10 de noviembre de 1928 y murió en la misma ciudad, el 6 de julio de 2020. Hijo de Libera Ridolfi y Mario Morricone, que era músico, concretamente trompetista en varias orquestas pequeñas. El joven Ennio vivió con sus padres y sus cuatro hermanos en el Trastévere romano, y su padre ejerció de profesor para él, tanto para aprender a leer y componer música como para interpretar varios instrumentos. Pasados los años, entró de niño en la Academia Nacional de Santa Cecilia para aprender a ser trompetista como su padre, y a los 12 años dio el salto al Conservatorio para iniciar un curso de cuatro años de armónica... que completó en solo seis meses. Allí también perfeccionó la trompeta, y estudió composición y música coral, todo ello de la mano de su maestro Goffredo Petrassi, quien fue el que más influenció en él en su posterior carrera (algo que siempre ha reconocido y homenajeado). En 1941 fue seleccionado junto con otros alumnos de la Santa Cecilia para formar parte como músico de la Orquesta de la Ópera, dirigida en esos momentos por Carlo Zecchi. Seis años después recibiría por fin su diploma como graduado en trompeta, tras lo cual prosiguió sus estudios y sus trabajos en composición clásica y arreglos. Y por fin, ya en 1952, se diplomó en su academia en "Instrumentación para Arreglos en una Banda" con nota de sobresaliente, y dos años después, en "Composición" con idéntica nota. Morricone estaba más que preparado para iniciar su carrera musical a todos los efectos.
Ya con solo seis años, había escrito sus primeras composiciones breves, y durante sus estudios había llegado a escribir nada menos que una pieza completa para voz y piano. Tras su graduación, el futuro músico se dedicó a componer para diversas piezas teatrales así como música original para voz y piano adaptando varios relatos y textos de algunos escritores italianos (como por ejemplo, "Imitazione", basada en un texto del escritor Giacomo Leopardi, y otros como Salvatore Quasimodo o Cesare Pavese). Ya graduado, recibió alguna oferta para colaborar tanto en obras de teatro como en algunos radiodramas, aunque él seguía más interesado en desarrollar su carrera en la pura composición clásica. No obstante, aceptó empezar a trabajar paralelamente en la radio, adaptando varias canciones religiosas para algunos programa y espacios radiofónicos. Unos años después, y siempre alternando con la composición con orquesta, empezó también a colaborar como arreglista de canciones pop para la RAI, además de integrar una banda de jazz. El compositor saltó de la RAI a la RCA por diferencias creativas y de libertad, y en la nueva empresa se convirtió en arreglista para canciones de estrellas como Rita Pavone o Mario Lanza (iniciando así una carrera que le llevaría a trabajar con multitud de cantantes, especialmente durante los 60 y 70). Por esa época también empezó poco a poco a entrar en el mundo del cine. Al mismo tiempo que trabajaba en arreglos para orquestas ligeras para la RAI, participó, sin acreditar, puliendo y arreglando bandas sonoras de compositores destacados de aquellos años en el panorama italiano. En 1959 fue, por ejemplo, co-autor y director de orquesta para Mario Nascimbene en su composición de la banda sonora de Morte di un amico (59), de Franco Rossi. Y por fin, se produjo su debut oficial en una película como compositor. Fue en Il Federale (61), tragicomedia ambientada en la Segunda Guerra Mundial, dirigida por Luciano Salce y protagonizada por Ugo Tognazzi, que tuvo cierto éxito y cuya banda sonora ya anticipaba lo que vendría a continuación.
Sus primeras películas consistirían en proyectos con Salce, con quien trabajaría más veces en su carrera, como La voglia matta (62), de influencias jazzísticas, o La cuccagna (62). En esos primeros años de la década de los 60, las inquietudes artísticas del compositor le llevaron a contactar con otros músicos para formar un grupo independiente que pudieran tener completa libertad para experimentar nuevos estilos y crear composiciones vanguardistas. Así, junto con otros músicos italianos y extranjeros se formó el Gruppo di Improvvisazione Nuova Consonanza, o simplemente "Gruppo", que duró varias décadas y que le sirvió a Morricone para trabajar al margen de la industria cinematográfica, y para desarrollarse como músico y artista. Pero al mismo tiempo, con su carrera en el cine italiano ya lanzada, el compositor siguió recibiendo ofertas de productores y directores, gracias a sus comedias con Salce. Y fue precisamente en ese género, tan italiano, en el que se prodigó durante buena parte de los 60 y los 70. Pero las mismas inquietudes artísticas de Morricone fueron muy útiles y enormemente beneficiosas para su carrera en el cine. Admirando la tradición folklórica de la música norteamericana, estudió estos estilos e incluso se carteó con cantantes folk americanos, realizando diversos arreglos. Esto le llevó, en 1963, a participar por primera vez en el género más netamente americano: el western. Se trataba de una co-producción hispano-italiana humilde y de muy pequeña escala, llamada Duello nel Texas (63), dirigida por Richard Blasco. Tanto esta película como los estudios y trabajos realizados por Morricone de la música folk estadounidense llamaron la atención de un director que se había fogueado en Cinecittà trabajando como director de segunda unidad de producciones hollywoodienses. Curiosamente, este director fue compañero de clase del propio Ennio en sus años de juventud. Su nombre era Sergio Leone, y su intención era la de dirigir un western.
En 1964 un western hispano-italiano se estrenaba en los cines y de pronto todo cambió. El público, acostumbrado a las películas del Oeste americanas, donde los héroes y los villanos estaban definidos, donde la división entre bien y mal era pulcra y donde hasta los disparos eran limpios y nobles, se sorprendió ante unas imágenes, un ritmo, unos actores, un argumento y una música radicalmente diferentes. Dos años atrás, cierto western llamado The Man Who Shot Liberty Valance (62) había abierto un camino que Sergio Leone solo tuvo que seguir para encontrar su estilo y para cambiar el género que antaño ennoblecieran John Ford, John Wayne y Gary Cooper. Ese camino fue convertir al Lejano Oeste en un lugar casi antipático, cruel, rudo, implacable, donde no había héroes puros y villanos malvados, sino solo supervivientes en perpetua tensión para obtener el máximo rendimiento, en forma de dinero, venganza o justicia. Para conseguirlo, tomó el argumento de toda una película de Akira Kurosawa como Yôjinbô (61) y se lo llevó al desierto de Almería, el lugar perfecto para captar toda la suciedad y la miseria de lo que debió ser aquel idílico Far West. Leone reclutó como protagonista a un norteamericano desconocido de gesto adusto y de nombre Clint Eastwood, más toda una galería de secundarios europeos, la mayoría españoles. Y por supuesto, llamó a su antiguo compañero de aula, a aquel romano con gafas tan interesado en las raíces de la música estadounidense. Y con cuatro liras, levantó Per un pugno di dollari (64). Morricone debió acomodarse al escaso presupuesto, innovando en cuanto a la instrumentación que podía permitirse, y trabajando codo con codo con Leone, elaboró un nuevo "sonido de western", que incluía hasta sonidos como voces, aullidos de animales, chasquidos de látigos, disparos, viento, etc. Y se atrevió también a utilizar instrumentos tales como flautas, campanas y guitarras eléctricas, algo que a cualquier compositor anterior que hubiera elaborado una banda sonora de western le hubiera hecho echarse las manos a la cabeza. Y su propio dominio de la trompeta le hizo darle un protagonismo inédito hasta entonces. La película se estrenó en Italia y en Europa, y no sería hasta tres años después cuando lo haría en EEUU, donde tanto Leone como Morricone tuvieron que utilizar seudónimos anglófonos (Bob Robertson y Dan Savio, respectivamente). Y el éxito fue casi inmediato, conmocionando tanto a crítica como a público, que no estaban preparados para los primeros planos sudorosos con los que Leone lograba meter al espectador en la tensión y la mugre de ese mundo, ni para la radicalmente nueva música de Morricone, repleta de silbidos, voces y sonidos, pero también de lírica y de contenido. Per un pugno di dollari no solo marcó el comienzo de la ya mitológica relación de Leone con Morricone, sino que también el músico empezó aquí una relación profesional prácticamente para siempre con otros profesionales de la música tan importantes como Alessandro Alessandroni, amigo de la infancia, que lideraba un coro de voces y que proporcionó para las siguientes películas del compositor todos los silbidos y voces que tan célebres se harían. En ese coro destacaría una joven soprano italiana cuya voz cautivó a Morricone de tal manera que tuvo claro que le daría protagonismo en sus composiciones tan pronto como pudiera. Su nombre era Edda Dell'Orso. El bombazo que supuso esta película le permitió a Leone poder disponer de más presupuesto para sus siguientes proyectos. Tenía muy claro que aun quería contar cosas acerca de este universo de pistoleros, duelos y venganzas, y por supuesto, Morricone formaría parte importantísima de estos proyectos. Leone apreciaba la labor y los resultados logrados por su amigo que tanto para Per qualche dollaro in più (65) como para sus siguientes películas quiso tener la música preparada incluso antes de empezar a rodar o a montar la película. Sabía que Morricone también estaba haciendo cine cada vez que componía un tema concreto, de modo que antes de cada película se reunía con él para discutir y hablar de los aspectos importantes del argumento, las motivaciones de cada personaje y sus evoluciones, así como del tono de la propia película. Con estas indicaciones, dejaba libertad total para que Morricone diera rienda suelta a su talento y a su capacidad para innovar y crear.
Per qualche dollaro in più y Il buono, il brutto, il cattivo (66) fueron las películas que completaron y cerraron la trilogía de Leone con Clint Eastwood sobre el Oeste americano y su propia visión sobre ese universo. El mayor presupuesto le permitió contar con más decorados, más actores angloparlantes y mejores acabados, especialmente en la última. Pero por encima de argumentos y maestrías visuales realizadas por el director, la verdadera estrella de estas dos películas fue sin duda Morricone. Cada película fue una superación de la anterior, una sublimación de un estilo que pronto crearía escuela, un torrente de nuevos sonidos y arriesgados arreglos musicales con variedad de instrumentos (por ejemplo, un órgano) que le permitieron al compositor disponer de una paleta de colores que iban de lo dinámico a lo elegíaco, pasando por sentimental, lo lírico y lo violento. La voz de Edda Dell'Orso hizo el resto y temas como "Per qualche dollare in più", "Addio Colonnello", "Il Buono, Il Brutto e Il Cattivo" o "L'Estasi dell'Oro" (versionada mil veces hasta por grupos rock y heavy como Ramones o Metallica) saltaron de sus propias películas y pasaron a formar parte ya para siempre de la memoria colectiva. De todos modos, en esa época y dada la inmensa popularidad de la que empezaba a gozar Morricone, empezaría un ritmo vertiginoso para el compositor totalmente incesante, gracias al cual y durante las siguientes décadas llegaría a componer música para hasta veinte películas en un solo año. Así, durante sus películas con Leone, el músico continuó trabajando en diversas comedias y dramas italianos, pero en 1966 su carrera ganaría otra muesca, y fue el descubrimiento del drama social como género y como campo para que su propia música pudiera ser voz y denuncia de los hechos que a veces esas películas narraban o denunciaban. Ese año conoció y colaboró por primera vez en La battaglia di Argeli (66) con Gillo Pontecorvo, cineasta social y activo, con el que Morricone descubriría su faceta más política como músico. Pero la década de los 60 fue sin duda la década del ya bautizado "spaghetti-western", cuyas puntas de lanza eran Leone y un Morricone que también colaboró con otros directores surgidos al ritmo de los éxitos de su amigo. Sergio Sollima y Sergio Corbucci, fueron otros de los cineastas con los que más trabajó el compositor romano, logrando un ritmo endiablado de producciones y de bandas sonoras, muchas de ellas con poco que envidiar de las de Leone. Así, con Sollima compuso maravillas como La resa dei conti (67) o Faccia a faccia (68), mientras que con Corbucci puso la música a Navajo Joe (66), Il grande silenzio (68), Vamos a matar, compañeros (70), Il mercenario (68) y algunas otras más. Y por si fuera poco, en estos años también trabajaría a destajo en otros westerns al margen de los tres Sergios: Una pistola per Ringo (65), Un fiume di dollari (66), Sette pistole per i MacGregor (64), La bataille de San Sebastian (68)... todo un récord de componer tanta música y tanto cine en tan pocos años. Pero Leone siempre estuvo en un lugar preferente, y en 1968 el cineasta llamaba a su amigo para anunciarle que iba a embarcarse en lo que pretendía que fuera su último western, el capítulo final. Leone quería cambiar de registro y de género, le llovían las ofertas de Hollywood para más westerns, pero él solo quería hacer otras cosas, películas de gangsters, bélicas, dramas... Por eso, llegó a un acuerdo con una productora para que, si rodara un western más, le dejaran libertad para escoger su siguiente proyecto. Con este acuerdo, reclutó a amigos suyos del calibre de Bernardo Bertolucci, Sergio Donati y Darío Argento para redactar el guión de su testamento final en el western. Con el mayor presupuesto que nunca había tenido, con estrellas absolutas como Henry Fonda, Jason Robards, Charles Bronson y Claudia Cardinale, Leone le preparó el terreno a Morricone para que compusiera la mejor partitura posible sobre un western que era casi más que un western, era la muerte del propio género, la modernidad y la vida llegando a un lugar de muerte y de pistoleros vestidos de negro de la mano de una mujer fuerte. Esa muerte y ese nacimiento, y esa mujer en concreto, fue el motor y la inspiración de Morricone para la música de C'era una volta il west (68), una elegíaca partitura tan hermosa como triste, tan épica e implacable (esa armónica) como tierna, tan reveladora como réquiem. Gracias otra vez a Edda Dell'Orso, el tema principal sobrevuela el metraje y las imágenes en los momentos culminantes como un ángel que anunciara algo, tal vez el propio destino de sus protagonistas. Es posible que sea complicado decirlo y asegurarlo (teniendo en cuenta de donde venían y lo que vendría después), pero aquí, en C'era una volta il west, estuvo y está la cima de Leone y Morricone. Que es como decir una de las cimas de la propia Historia del cine.
El final de los 60 y el comienzo de los 70 fue un momento decisivo para Morricone, ya que incrementó aun más su producción anual, empezando a colaborar con más directores europeos y en argumentos y películas que tocaban dramas políticos y sociales, y dando el salto a Hollywood, ya que desde el triunfo de la "trilogía de los dólares", al músico romano se lo rifaban en EEUU. Pontecorvo volvió a contar con Morricone para Queimada (69), que se benefició de la vena más lírica y combativa de la música del compositor y su capacidad para dar voz musicalmente a los oprimidos. Algo que se repetiría posteriormente en Sacco e Vanzetti (70), de Giuliano Montaldo, para la que aparte de un extraordinario tema principal y unos secundarios secos y duros, compuso la canción "Here's to you" junto con Joan Baez, que la interpretó, y que casi instantáneamente se convirtió en todo un himno en contra de las injusticias. Aunque su salto a Hollywood estaba ya próximo, jamás dejó su Italia natal y de componer con directores italianos, igualmente combativos y comprometidos políticamente como Pontecorvo y Montaldo. Trabajó con Marco Bellocchio, Roberto Faenza, Umberto Lenzi y especialmente con dos leyendas como Pier Paolo Pasolini, en la muy polémica Saló, o le 120 giornate di Sodoma (75), y Bernardo Bertolucci, en Novecento (76), de la que hablaremos más adelante. Aun con estas películas y estas bandas sonoras, en Hollywood a Morricone se le conocía solo por su música para los westerns de Leone. Así que no es de extrañar que su desembarco se produjera en ese género. La película fue Two Mules for Sister Sara (70), de Don Siegel y protagonizada, cómo no, por Clint Eastwood. La divertida y evidentemente leoniana composición de Morricone ayudaron al éxito de la película, y a partir de entonces el músico desarrollaría su carrera entre Europa y América. En Hollywood sus primeros pasos no fueron todo lo exitosos que cabría haber esperado. Al western de Siegel le siguieron películas que, si bien para las cuales Morricone aportó su gran capacidad de adaptación y su talento, no fueron demasiado relevantes. Hornets´ Nest (70) o las dos últimas películas del director Edward Dmytryk fueron sus primeros pasos en el mercado angloparlante, en unos años para los que seguía su actividad imparable en Europa, tanto en Italia (donde había empezado a colaborar con Darío Argento en el giallo gracias a L´uccello dalle piume di cristallo) como en Francia, país en el que había comenzado también una próspera y fructífera relación con varios de sus directores, como Henri Verneuil, en Le clan des siciliens (69). En su país natal también era requerido por Pasolini, con quien trabajó en Il Decamerone (71), I racconti di Canterbury (72) y Le fiore delle 1001 notte (74), adaptaciones muy particulares y muy en el estilo del director. Y entre innumerables películas durante estos años, surgió una que Morricone no podía esperarse. Leone tuvo que ocuparse de un western que, aun sin ser una película suya, producía él mismo y ante los problemas que se avecinaban (uno de sus actores, Rod Steiger, se empeñó en que solo participaría en ella si era Leone quien estaba en la dirección), decidió ponerse al mando. Giù la Testa (71) fue, esta vez sí, el último western de Leone, ambientado en México y plena revolución. Morricone estuvo a la altura de las circunstancias, y dado el carácter especialmente cómico de la película, elaboró una serie de melodías bufonescas para retratar a sus dos protagonistas y sus peripecias, pero no obstante también brilló con otros temas más líricos y sensibles, de enorme belleza (gracias también a Edda Dell'Orso). No llegó al nivel de todo lo ofrecido anteriormente, pero el tándem seguía mostrando química y una complicidad envidiable.
El resto de los 70 los vivió Morricone casi por completo inmerso en producciones europeas, con su ritmo acostumbrado de no menos de 10 películas al año. Multitud de cineastas italianos tuvieron la fortuna de colaborar en dramas, comedias, policíacos, películas de terror, etc. Y también eran bastantes lo que pedían repetir con él, como el caso de Henri Verneuil en Le serpent (73), y los que solicitaban sus servicios para los últimos westerns que se estaban haciendo en un género que daba ya muestras de agotamiento. De este modo, Morricone trabajó por ejemplo en Il mio nome é Nessuno (73), de Tonino Valerii, con Leone como productor. Esta faceta del director también hizo que el compositor trabajar en varias de sus producciones, como Un genio, due compari, un pollo (75). A finales de la década su carrera volvía a coger impulso gracias en parte a dos circunstancias. Por un lado, trabajó con Bertolucci en ese impresionante fresco de las primeras décadas del siglo XX en Italia que fue Novecento (76), y que supuso para Morricone la oportunidad de componer todo un himno de las clases trabajadoras, que luchan por sus derechos y sus libertades, uno de los temas más destacados y recordados de toda su carrera. Y en esos mismos años Hollywood le volvía a dar la oportunidad de mantener una relación más fluida y destacable, aunque aun no fuera en películas de gran entidad. The Exorcist II: The Heretic (77) y Orca (77) fueron partituras innovadoras y bien recibidas, aunque las películas no lograran triunfar. Pero al menos sirvieron para que una nueva generación de jóvenes cineastas americanos, que admiraban las películas de Leone, Bertolucci y Pasolini, pudieran darse cuenta de que tal vez tuvieran la oportunidad de trabajar con Morricone algún día. Uno de estos cineastas era Terrence Malick, quien logró animar al músico a que colaborara con él en su segunda película, Days of Heaven (78). El estilo del filme, visual y paisajístico, para dotar de cuerpo al drama social que narra, se benefició de una partitura radiante y hermosa de apacibles melodías que encajaba como un guante tanto en la dirección de Malick como en la fotografía de Néstor Almendros. Una composición mágica y estupenda que le llevó a Morricone a alcanzar su primera nominación al Oscar. La década finalizó para Morricone con su tercera colaboración con Pontecorvo en Operación Ogro (79), coproducción española que narraba el atentado de ETA contra Carrero Blanco, y que volvía a demostrar a un compositor en plena forma. Ya en 1980 Morricone volvía al panorama americano en The Island (80), thriller que aunque no le sirvió al músico para acabar de asentarse definitivamente en esa industria, fue un peldaño más en ese sentido.
Comenzaban los 80, y a partir de aquí la carrera de Morricone ya solo iría hacia arriba, hasta alcanzar la plenitud de forma, fama y reconocimiento que viviría a finales de ésta y durante los 90 y 2000. En estos primeros años el ritmo de su carrera fue el mismo que el de la anterior década. Cine europeo (francés, especialmente, con thrillers como Le professionnel y Espion lève-toi) a raudales y cine americano a cuentagotas, como con "La cosa", donde se atrevió a experimentar con una composición radicalmente vanguardista y atonal para la película de John Carpenter. También pudo colaborar con Samuel Fuller en White Dog (82) y en una simpática película de aventuras en el desierto llamada Sahara (83). Todo ello nada demasiado relevante... hasta que llegó 1984. Sergio Leone llevaba años intentando llevar al cine una novela sobre las bandas mafiosas en el Nueva York de los años 20, una historia acerca de bandas juveniles de raíces judías que crecieron en la miseria y que de adultos se convirtieron en gángsters poderosos e implacables. Cuando por fin pudo hacerlo, puso todo su empeño en que la película tuviera tanto la mejor ambientación posible (rodando en las propias calles de Nueva York) como los actores más adecuados. Leone era venerado por casi todo el mundo como un director legendario, por lo que estrellas del momento como Robert De Niro, y jóvenes emergentes como James Woods, Joe Pesci o Treat Williams, no dudaron ni medio segundo en incorporarse a la película. Leone, como de costumbre, trabajó con Morricone en la música y en el tono de la película mucho antes de que las cámaras empezaran a rodar. Uno de los temas principales sería "Amapola", no compuesto por el músico, pero cuyas variaciones e interpretaciones serían parte fundamental de la partitura. Así, Once Upon a Time in America (84) resultó ser otra de las cumbres de Morricone en su carrera, una obra magna de un marcado tono nostálgico, crepuscular y melancólico, todo ello retratado y cristalizado por unas melodías bellísimas y sentidas. La película es algo más que una historia de gangsters ambientada en varias épocas, es todo un recorrido vital por unos personajes que quedan marcados por una infancia dura, que conocen las mieles del éxito y el triunfo, y que llegan a la vejez recordando, lamentando y tratando de ocultar todas las cicatrices que la vida ha ido dejando en ellos. Leone no hizo concesiones con algunas imágenes de gran dureza e impacto en determinadas secuencias de la película, dureza que se contrapone precisamente con el tono triste de las radiantemente hermosas melodías de Morricone. "Amapola" no es obra suya, pero el uso que le hace aquí el compositor en ciertos momentos y escenas con sus distintas variaciones hace que este tema, y su perenne tristeza, le pertenezcan para siempre. Once Upon a Time in America no es solo la última obra de Leone con Morricone (tras su fallecimiento años después, cuando intentaba levantar otro proyecto), es saludada por muchos como la mejor película de ambos, y, en cualquier caso, es una de las películas tanto de la década como de las carreras de ambos. Más aun, es la película que, otra vez, volvió a relanzar a Morricone en el panorama mundial. Porque solo dos años después, el músico subiría a los cielos cinematográficos (si es que no estaba ya allí) para prácticamente no volver a bajar nunca más.
Roland Joffé era un director británico no demasiado conocido que en 1984 había sorprendido a todo el mundo con una película certera, sensible y sincera sobre el entonces desconocido drama de la dictadura de los Jemeres Rojos en Camboya durante los años 70. The Killing Fields (84), aun siendo protagonizada por periodistas y enmarcada en la labor de estos profesionales, era un grito de denuncia y de recordatorio de las atrocidades que el ser humano siempre está dispuesto a cometer y de la esperanza que a veces puede hallarse en el horror. El éxito de esta película tanto a nivel de crítica como de público lanzó a Joffé a buscar nuevos proyectos. Y solo dos años después, un guión escrito por el legendario colaborador de David Lean, Robert Bolt, llamó poderosamente su atención. Un drama ambientado en el siglo XVIII en lo profundo de las junglas sudamericanas de Paraguay y Brasil, escenario del enfrentamiento entre españoles, portugueses y la Iglesia contra las misiones que los jesuitas habían levantado allí para evangelizar, cuidar y proteger a los indígenas de la zona. Bolt centró la atención, en medio de esta lucha, en dos personajes opuestos y complementarios: un sacerdote jesuita que protege a los indios y se niega a cualquier tipo de lucha violenta, y un ex-traficante de esclavos con una visión opuesta. Y entre ellos dos, el drama y las luchas de poder en la política y la religión que pondrá en peligro todo lo que construyeron allí. Semejante material atrajo inmediatamente a Joffé, que solo tenía a un nombre en mente para la música de película. Al igual que hacía Leone, el director inglés se reunió con Morricone y le mostró el guión de Bolt, que el músico encontró emocionante y espiritual. Aceptando trabajar en la película, Morricone se puso a trabajar en lo que sería un profundo retrato musical tanto de la fe y el perdón, como de la propia tribu de los guaraníes, a quien daría musicalmente su voz en la banda sonora, en forma de instrumentos étnicos, como la flauta de pan. Compositiva y narrativamente, The Mission (86) es una confrontación constante, entre luz y oscuridad, entre la culpa y el perdón, entre la opresión y la libertad. Es también un canto al paraíso perdido, una lamentación por la pérdida de la inocencia (enmarcada en esos cánticos de los propios guaraníes, en las cataratas, en las misiones de la jungla). La propia flauta del padre Gabriel actúa como transmisor de este lamento. Esta banda sonora es, pues, una obra maestra, una más en la ya larga carrera que Morricone tenía a estas alturas, una música que da sentido, voz y fuerza a las imágenes de la propia película, un canto bello y noble que ha quedado grabado, con toda justicia, para siempre en la memoria colectiva. Temas como "Gabriel's Oboe", "Falls", "Vita nostra", "Miserere"... son piezas que definen por ellas mismas y por el cine que contienen toda una película e incluso toda una carrera entera. En 1986 esta banda sonora debió ganar el Oscar que, sorprendente e indignantemente, fue a parar a otra película, pero con la perspectiva del tiempo, The Mission y Ennio Morricone son demasiado elevados y vuelan mucho más alto que algo tan vacuo y caduco como unos premios.
Y así, a mediados de los 80, de golpe y porrazo, Hollywood pareció darse cuenta que Morricone existía y de lo que era capaz. De pronto, todos los directores quisieron trabajar con él y tenerle en sus películas. Brian de Palma fue el más rápido, y contrato al compositor romano para su siguiente proyecto, The Untouchables (87), lo que supondría la vuelta de Morricone al mundo gangsteril de los años 20 (aunque en este caso más glamouroso, ambientado en Chicago y con Capone como gran estrella). El músico volvió a deslumbrar con una dinámica y refrescante partitura que retrataba el peligroso mundo del hampa en el que se mueven Ness y sus hombres, así como los momentos más épicos y sensibles, con toques de jazz. Todo ello haciendo gala de un dominio magistral de instrumentos de percusión, de cuerda y de viento para dar un cariz legendario y noble a los protagonistas. Un trabajo que le llevó a Morricone a cosechar su tercera nominación al Oscar, y la certeza de que por fin, al menos en Hollywood, su valía y su inmenso talento eran reconocidos y apreciados. Comenzaba así una etapa en la que, invirtiéndose lo que se venía dando entonces, no pararía de encadenar trabajos en EEUU regresando solo puntualmente a Europa para alguna que otra película, especialmente de un joven director en concreto. Ese director no era otro que Giuseppe Tornatore, para cuya declaración de amor al cine llamada Nuovo Cinema Paradiso (88) solo tenía pensado en Morricone como baluarte de su apartado musical. Demostrando un momento pletórico de forma, el músico volvió a dar en la diana con una bellísima música evocadora y nostálgica, que daba cuerpo por sí sola a la tierna relación entre el viejo proyeccionista de cine y el niño protagonista. Una sensibilidad y una elegancia en toda una variedad de temas interpretados a violín y piano que también ha pasado a la memoria como de lo mejor del compositor. Uno de esos temas, por cierto, compuesto por el propio hijo de Morricone, Andrea. Un triunfo más para el músico, que apenas tenía tiempo para disfrutar de cada éxito. Ese mismo año colaboró también fructíferamente con otro de los directores apuntados en la extensa lista de espera: Roman Polanski. Su thriller Frantic (88) permitió a Morricone llenar de tensión y suspense la película, con sus habituales ritmos e instrumentos, como punteos de guitarra eléctrica y batería. Al siguiente año le esperaban tres trabajos, pero de altura todos. Su regreso con dos directores con los que ya había colaborado, De Palma y Joffé, y una película de un joven director español que estaba dando mucho que hablar en EEUU, un tal Pedro Almodóvar. De Palma le sirvió Casualties of War (89), película antimilitarista ambientada en Vietnam, y con Joffé se iba a la Segunda Guerra Mundial, con Fat Man and Little Boy (89), que narraba cómo se planeó y se elaboró en secreto el Proyecto Manhattan para fabricar las dos bombas atómicas que cayeron en Japón en 1945. Ninguno de los dos trabajos consiguió la repercusión de anteriores triunfos, pero son bandas sonoras tan eficaces como elegantemente compuestas, sirviendo perfectamente a su propósito en las películas. Con Almodóvar trabajó en Átame! (89), elaborando una partitura dramática y bella, con momentos para la tensión latente y para retratar el estado mental de los protagonistas. Una buena colaboración, sin duda, entre cineasta y compositor.
Y así llegaron los 90, con Morricone en lo más alto, admirado y requerido por toda clase de directores y productores de las industrias cinematográficas de todo el mundo. En el mismo año se fue nada menos que a Dinamarca, a poner música a la adaptación de Hamlet (90) que estaba realizando su compatriota Franco Zeffirelli (un director que siempre ha sabido escoger estupendamente a sus compositores, habiendo trabajado con Maurice Jarre o Nino Rota, entre otros). Hamlet le dio la oportunidad de trabajar en su primer Shakespeare, y no la desaprovechó, con una partitura densa, compleja y oscura, casi como la propia obra teatral, con melodías para fotografiar y mostrar el alma torturada del príncipe, y de los que le rodean. Un trabajo de altura. En esta primera mitad de década le dio tiempo de obtener su cuarta nominación al Oscar, gracias a Warren Beatty y su película Bugsy (91), que trataba sobre el legendario mafioso Bugsy Siegel y el nacimiento de Las Vegas. Algo más rutinaria que sus otras bandas sonoras "mafiosas", Morricone cumplió con rotunda eficacia y variedad melódica el retrato musical del personaje de Beatty. 1992 volvería a poner en su camino a su amigo Roland Joffé, que estaba levantando el proyecto de adaptar la novela City of Joy (92), sobre las vivencias de un médico occidental entre los pobres de Calcuta. Volvió a deslumbrar con una de sus especialidades, como es la de dar voz e inmortalizar musicalmente a los más pobres y desgraciados, con un tema principal pletórico de fuerza, sensibilidad y emoción. Fue uno de los trabajos más destacados de los 90, una banda sonora que incluso aprovechaba su ambientación en la India para introducir toques étnicos con sitar. Trabajos pequeños en Italia, series incluidas, aparte, lo siguiente en su agenda de Hollywood fue escribir una enérgica y dinámica partitura para el thriller In the Line of Fire (93), y una cuasi-experimental música, llena de efectos electrónicos, para Wolf (94), la película de licántropos de Mike Nichols. Pero también regresó con Tornatore en estos años, para dos películas casi consecutivas, Una pura formalità (94) y L'uomo delle stelle (95), que tuvieron cierta notoriedad, especialmente la primera. Ambas, por supuesto, con partituras solventes, arriesgadas y finalmente líricas por parte del maestro (en Una pura formalità destaca una canción cantada en italiano por uno de los protagonistas, Gérard Depardieu). Morricone también tuvo algún pequeño traspiés que otro en esta época, como por ejemplo, Disclosure (94) y Lolita (96), por no hablar de alguna que otra banda sonora rechazada y que no vio la luz en la película para la que fue compuesta, como What Dreams May Come), que aunque no malas, si que fueron partituras decepcionantes y desganadas para el nivel del músico, que continuaba colaborando con todo tipo de directores, casi siempre de lo mejor del panorama del momento. Oliver Stone obtuvo una banda sonora violenta, implacable, con toques de western y momentos más liberadores entre lo oscuro y denso, para su película U Turn (97).
Acercándose ya el cambio de siglo y de milenio, Warren Beatty volvió a trabajar con Morricone en Bulworth (98), y Tornatore hacía lo propio en La leggenda del pianista sull’Oceano (98), posiblemente su último gran trabajo de la década y uno de las partituras más bellas y netamente románticas de todas cuantas haya compuesto nunca. La fábula del pianista llamado 1900 o Novecento, que ve pasar la vida y el tiempo a través del ojo de buey del barco que se niega a abandonar, y que se expresa casi únicamente a través de la música de su piano, pedía a gritos lo que Morricone ofreció, que no es sino un torrente inabordable de sensaciones, desde lo romántico, lo nostálgico y lo melancólico, casi siempre desde una perspectiva jazzística de enorme elegancia. Todo ello aderezado con momentos pianísticos, como el tema "Playing Love", que son pura poesía. Sin lugar a dudas otro éxito absoluto de Morricone, y uno de sus mejores trabajos con Tornatore, una partitura no tan conocida como sus triunfos más recordados, pero que merece la pena siempre recuperar y reivindicar. Y así, el cine y el compositor llegaron al año 2000. Para Morricone el nuevo siglo no trajo cambios significativos. Sin ir más lejos, en ese mismo año llenó su agenda con tres trabajos, y con tres de los directores con los que más ha colaborado: De Palma, Joffé y Tornatore. Con el primero Morricone viajó por primera vez al espacio (si exceptuamos Spazio: 1999 allá por los 70) realizando una estupenda partitura combinando lo experimental con lo sinfónico, y lo cerebral con lo lírico. Mission to Mars (00) descolocó a muchos, y es que Morricone se sacó de la chistera todo un canto al espacio, a sus misterios, al futuro de la especie humana y a una esperanza más allá de las estrellas. Con Joffé, en vez de viajar al futuro lo hizo al pasado. Concretamente al siglo XVII, a la corte del rey Luis XIV y a los desvelos del cocinero François Vatel para lograr complacerle con espectáculos gastronómico-festivos. Pero para espectáculo el que dio Morricone con la partitura de la película. Vatel (00) es todo un festín para los oídos, un recorrido por la música barroca en el que Morricone, aparte de retratar con pinceladas tiernas y amables al cocinero interpretado por Gérard Depardieu, se dio el gustazo de componer diversas piezas totalmente de la época, con instrumentación variada y una elaboración completamente deliciosa. Y para Tornatore regresó a la habitual delicadeza y hermosura que muestra en casi todas sus películas. Para Malèna (00) hizo un retrato bello y amargo de la protagonista y sus vicisitudes, con aires y melodías de marcado carácter italiano, pero que no esconden la tristeza ni el romanticismo que evocan. Poco a poco, la edad se iba imponiendo al ritmo de trabajo del maestro, como es natural y lógico, y Morricone empezaba a escoger sus proyectos más distanciadamente, seleccionando solo aquellos que le atrajeran más o que le permitieran volver a colaborar con amigos suyos. Así siguió trabajando en proyectos de su Italia natal, cortometrajes incluidos, o en películas americanas y británicas, como Ripley's Game (01). En 2003 volvió a nuestro país para encargarse de la música de La luz prodigiosa (03), interesante propuesta de Miguel Hermoso que jugaba con la idea de que García Lorca hubiera sobrevivido y siguiera viviendo en nuestros días. Morricone firmó una excelente partitura acorde las características de la película, a camino entre lo poético y lo turbio (con una estupenda canción interpretada por Dulce Pontes). Justo ese mismo año, la Academia de cine estadounidense decidía premiarle con un Oscar honorífico, que no tapaba la triste realidad de que Morricone hubiera merecido tranquilamente 3 o 4 Oscars en toda su carrera, pero que al menos fue un cariñoso homenaje de una industria que le venera como la leyenda que es. Así, cada vez más a cuentagotas, el maestro romano seguía dejándose ver de vez en cuando, y así, cuatro años después, volvía a poner música al nuevo estreno de su amigo Tornatore: La sconosciuta (06). Para este drama, se mostró tan intenso y en forma como de costumbre, recorriendo toda clase de sensaciones a través de elaboradas melodías de cuerda y viento, desde lo lírico a lo violento y oscuro. Como siempre, otra muesca más como casi cada vez que trabaja con Tornatore. En los últimos años de esta primera década del siglo XXI, Morricone se dedicó principalmente a películas pequeñas y cortometrajes de diversa índole, y se despidió de la década con el único director con el que trabajaba en ese momento. Baarìa (09) posiblemente fue la película más ambiciosa jamás rodada por Giuseppe Tornatore, una historia a caballo entre lo épico y lo íntimo, narrando nada menos que varias décadas del Siglo XX en Italia, concretamente en Sicilia, con protagonistas que van creciendo y viviendo los hechos históricos más importantes. Morricone volvió a lucirse con una variadísima composición, tamizada por un sentido nostálgico, tierno y majestuoso, que dotaba de carácter épico y sentido a los personajes y las peripecias que viven en cada momento y cada época. Todo ello con un profundo espíritu italiano en cuanto al uso de instrumentos, voces, etc. Su tema "Sinfonia per Baarìa" es un magnífico compendio de toda esta enorme partitura.
Y cuando parecía, entrada ya la segunda década de los 2000, que Morricone estaba prácticamente retirado, excepto con cada proyecto con Tornatore, su carrera vivió un inesperado resurgir. La culpa la tuvo un director norteamericano que siempre fue admirador rendido del maestro: Quentin Tarantino. Tarantino no pudo resistirse, en determinadas películas, a utilizar temas de algunas de las películas y composiciones de Morricone, como en las dos películas de Kill Bill (04) o en Inglourious Basterds (09). Así, para el siguiente proyecto tras este último, decidió pedirle a Morricone que le compusiera una canción. El maestro conocía a Tarantino, sabía que le reverenciaba y, aunque sus películas no le gustasen, aceptó colaborar y compuso para el director la canción "Ancora Qui", para Django Unchained (12). Esta banda sonora sigue el mismo patrón que las anteriores de Taratino, con multitud de canciones anacrónicas para la época donde estaba ambientada su western, además de temas de otras bandas sonoras. La canción de Morricone quedó un poco ahogada entre tanto eclecticismo, pero el cineasta quedó muy satisfecho. Así, empezó a sopesar el solicitar a Morricone una banda sonora completa para lo que iba a ser su siguiente proyecto, otro western... aunque poco convencional. El músico, mientras, había colaborado una vez más con Tornatore en La migliore offerta (13), logrando otra maravillosa aportación a su filmografía, una partitura densa, agobiante y desasosegante, en consonancia no con el tono de la película, sino con el propio sentir y espíritu del protagonista, y de lo que va sintiendo a lo largo del metraje. Tras este proyecto, le llegó la oferta de Tarantino: la música de The Hateful Eight (15), western casi teatral y ambientado en pleno invierno. El maestro se lo pensó, pero finalmente vio posibilidades al guión de poder elaborar algo rico y complejo, y por primera vez en muchos años aceptó trabajar para alguien que no fuera Tornatore. Dado el carácter de la propia película, compuso una serie de temas hostiles y rítmicos, muy bien ejecutados como de costumbre gracias a las instrumentación de cuerda y de percusión de rigor, pero que actúan casi como "carcelarios" de los personajes, no dejándoles respirar y aumentando las dosis de misterio y paranoia que empiezan a invadirles cuando tengan que compartir el mismo espacio. The Hateful Eight no es de las mejores obras del maestro, pero es lo suficientemente sólida, aplicada y brillante, y ayuda de tal forma a la película, que no fue solamente saludado como un excepcional trabajo, sino la estupenda constatación de que Morricone, a sus actuales 88 años, mantiene intacto todo su inabarcable talento y puede seguir regalando tanto a sus directores como a los espectadores más partituras todavía. Los miembros de la Academia americana pensaron lo mismo, y por eso el Oscar otorgado por la película de Tarantino, aunque con sentido de homenaje y reconocimiento, es justo premio a una capacidad de crear que no entiende de edades ni de tiempo. De hecho, en el mismo 2015, Morricone no solamente trabajó con el director estadounidense, sino que volvió, después de muchísimo años, a la cinematografía francesa para trabajar en En mai, fais ce qu'il te plaît (15), una hermosa y sentida creación, tan elegante y superlativa como casi siempre, que se vio perjudicada por su errónea aplicación en la película debido al director de la misma. Su último trabajo ha sido La corrispondenza (15), una curiosa e inclasificable película, que ha producido una extraña y diferente partitura por parte de Morricone, posiblemente la más rara de todas cuantas haya compuesto para Tornatore. Su valor reside en su misma creación, en que el músico haya podido trabajar en tres películas en solo dos años, algo que no pasaba desde hacía muchísimo tiempo.
Y así, la trayectoria de Morricone abarca más de 50 años. Cinco décadas en las que cambió el sentido que un compositor de cine tenía. Sus experiencias con Sergio Leone, su capacidad para trascender a la propia película y convertirse él mismo en narrador, homenajeador o agitador social, ese nivel que le han permitido ser siempre referente de cada proyecto en el que ha participado, de elevarse muchas veces por encima de la propia película, es lo que le ha convertido en una leyenda viviente. Eso y la inmensa popularidad que sus temas han logrado entre cualquier clase de público que haya visto sus películas alguna vez. Sus melodías para los spaghetti-westerns lo hacen imprescindible para cualquiera que recuerde la trayectoria del género y gran parte de su historia. Y su compromiso social, su habilidad y su facilidad para identificarse con los perdedores y los oprimidos, con el pueblo, y de proyectar eso en todos los argumentos sociales, políticos e históricos que han caído en sus manos es lo que también le hacen eterno. "Ha compuesto varios de los Himnos Nacionales de Italia", decía de él Bertolucci, y pocos compositores, casi ninguno, pueden presumir o destacar ese compromiso hacia su tierra y sus gentes. Siempre innovando y experimentando, siempre buscando el tono exacto, la narrativa idónea y la instrumentación adecuada, cada banda sonora de Morricone es una investigación ardua y consecuente, una orfebrería siempre en busca de que nada sobre y nada falte. Es por esto por lo que tantos cineastas hayan querido repetir con él, desde Leone a Tornatore, pasando por Pasolini, Bertolucci, Joffé o De Palma. Gran parte del cine del siglo XX no puede entenderse sin él, y una enorme parte de la música de cine, tanto americana como europea, no se puede estudiar o analizar sin tenerlo en cuenta. Pero aparte de todas estas consideraciones, lo que Morricone también ha logrado es hacerse personal en el imaginario y el corazón de todos los que amen esta profesión.
(Isaac Duro)
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