En un valle aparece el cuerpo desnudo de una adolescente. Una inspectora dirige la investigación que la llevará de vuelta a su pueblo natal, de donde ha tratado de huir toda su vida, y se enfrentará a una cadena de asesinatos y a sus propios fantasmas, en una tierra de supersticiones y brujería.
La máxima El compositor de cine es como el empleado de una funeraria: no puede resucitar a un muerto, pero se espera de él que lo haga parecer más presentable a veces no se cumple y el funerario no logra aplicar bien un maquillaje que evite evidenciar que el muerto está absolutamente muerto.
Es lo que sucede en esta película de pésimo guion, lamentables interpretaciones y situaciones que traspasan, con creces, el ridículo (la adaptación de la Cenicienta, la escena de la tarotista...). Es más que evidente que esta película se rodó sin pensar en lo que se iba a hacer con la música, ni se planificó para darle cabida. Y por ello, poco espacio se ha dejado para insertarla con sentido (más allá del parcheo, que el compositor cumple eficientemente) entre inacabables y farragosas explicaciones de los personajes. Es la mala película de un director incompetente, incapaz de generar cualquier atisbo de tensión, de intensidad dramática, ni por supuesto de hacer fluida la narración con actores, además, impostadísimos: la protagonista, inverosímil, soporta el peso del filme y se hunde con él.
Algo podía haberse hecho con la música, para levantar este cadáver. Pero es que aquí Fernando Velázquez es tan incompetente como el director: nada hay en su creación que vaya más allá de explicar lo que ya se está viendo (cumple bien, insisto, su rol de empapelador). Es una creación carente de cualquier solidez estructural o temática, y desenfocada, que pretende ser trascendente en sitios instrascendentes y que cuando es necesaria, nada aporta. Hay un tema principal dramático pero que explica (o aparenta querer explicar) lo que al espectador no le interesa: en un filme donde hay un asesino en serie, se espera que la música dirija su atención sobre él, o sobre el entorno (el valle) donde actúa... los problemas del pasado de la protagonista son dramáticamente secundarios, susceptibles naturalmente de ser trasladados al terreno musical siempre y cuando haya un contrapunto (un contratema, el del mal, por ejemplo) que sirva para hacer un equilibrio de fuerzas, que es de lo que trata el argumento, si bien puerilmente: es la protagonista en carrera contrarreloj contra el asesino.
Más allá de crear superficiales ambientaciones y cubrir escenas, la música no despega de tierra, no se eleva y tampoco se erige como elemento invisible al que combatir o que atenace al espectador, como sí sucedía, por ejemplo, en la saga iniciada en Män Som Hatar Kvinnor (09), filme este que en comparación avergüenza aún más, en todos los sentidos, a esta película y a su compositor. O por citar una referencia más cercana, El cuerpo (12), que con sus fallas tenía en la música un elemento activo en la narración. Casi todo lo que hay en esta banda sonora es un gran error. Es ridículo, por ejemplo, emplear de modo tan arbitrario un instrumento orgánico como la txalaparta, cuya percusión no solo evoca al lugar, sino que por ser su sonoridad tan llamativa capta la atención del espectador, aunque sea en plano de subconsciencia, cuando finalmente su uso lleva a la insignificancia: su primera aparición en una persecución sin mayores consecuencias la coloca completamente desenfocada. Y desaprovechando su potencial cuando se quiere emplear verídicamente, es meramente folclórico, irrelevante dramáticamente.
Esta es una banda sonora que no se sabe qué es lo que explica, ni a dónde quiere llevar al espectador, que por querer contar muchas cosas acaba no narrando nada, que está desincronizada en lo emocional con no pocas escenas de diálogos y que desconoce el concepto cinematográfico tan útil (referencias en filmes, a decenas), del continuum, y del sacrificar para beneficiar. Está desenfocada y es confusa. Poner coros aquí o golpes de efecto instrumentales allí no hace de una música una buena música cinematográfica, sino un encadenado de imposturas. Resolver con música de miedo una escena como la final de miedo (que ni siquiera lo es) lo hace cualquier compositor que sepa escribir música, no hace falta ser cineasta, y más cuando esa música es simplemente para llenar espacio, no para ubicar la cámara en, por ejemplo, la mirada de la protagonista: The Silence of the Lambs (91), otra referencia que hace sonrojar a esta película.
Fernando González Molina, el director, no es desde luego, Jonathan Demme, ni por asomo ni remotamente, pero de Fernando Velázquez sí era esperable una categoría cuando menos cercana a la de Howard Shore. En este mismo año en la película Contratiempo (17) -dirigida por Oriol Paulo, autor de la mencionada El cuerpo- el compositor ha firmado una creación de género sólida y solvente. ¿Por qué ahora esta chapuza?. ¿Desinterés, incompetencia o mera sumisión a los dictados de quien no sabe qué hacer con la música?