J.A. Bayona es uno de los directores de cine que más veces han expresado su amor y respeto por la música de cine, y también de los que más conocimiento han demostrado sobre su uso, aunque no siempre ha sido así: ahí está, por ejemplo, la mediocre -o por lo menos muy por debajo del listón- Jurassic World: Fallen Kingdom (18), a la que dediqué un editorial, Bayona no es Spielberg, donde comenté que tengo la impresión, y naturalmente puedo estar completamente equivocado, que ni Bayona ni Giacchino han tenido el control final sobre la música en la película. Es en sus tres películas con Fernando Velázquez donde pareció tener un dominio mejor del recurso musical, tanto en lo emocional como en lo dramatúrgico y lo narrativo, especialmente en Un monstruo viene a verme (16), a mi parecer la mejor de las tres hechas en lo musical con Velázquez.
En Jurassic World tuvo que asumir que estaría expuesto a la alargada y gruesa sombra de John Williams y Steven Spielberg, y no salió del todo bien parado, pero su aventura por las tierras de Tolkien, territorio universalmente concedido a Howard Shore y a Peter Jackson, ha tenido en sus dos capítulos un resultado más extraordinario del que mucha gente podía esperar. Bayona sabe explicar historias, sabe entrelazarlas, y sabe usar la música para elevarlas. Desconozco qué grado de libertad de decisión ha podido tener en los dos episodios que ha dirigido de The Lord of the Rings: The Rings of Power (22), en asuntos musicales, pero el resultado visto tiene mucho de admirable, y del mismo modo que celebro a Bear McCreary y se reconoce su talento musical, es necesario significar que en la escala de mando el compositor suele estar en un nivel inferior, por lo que los méritos dramatúrgicos y narrativos de esa música deberían serle reconocidos también a Bayona.
Sobre el uso de la música iremos dando cuenta por capítulos, pero aquí quiero destacar algo que me parece muy bello, y muy elegante, y que solo puede responder a una decisión artística, no industrial: no es en el primer episodio sino en el segundo donde hay créditos iniciales completos con la música expresamente creada por Howard Shore. La presencia aunque casi testimonial de Shore remarca la conexión de la serie con la saga cinematográfica, de modo obvio, pero su ausencia en el primer episodio supone dejarle a Bear McCreary toda la sala de baile para él solo, para que la inaugure y la haga territorio propio. No es algo trivial ni accidental, y evidencia el tacto y elegancia de Bayona, en cuyo universo cinematográfico se unen casi siempre muy bien lo narrativo, lo visual y lo sonoro. Aquí, McCreary y él se han ganado el merecer formar parte con todos los honores de la comunidad del anillo.