Un compositor que se dedica o quiera dedicarse al cine debería poder tener la opción de proponer con total naturalidad sugerencias para mejorar la narración y contribuir activamente en la construcción de la película, como ya expliqué en el primer editorial dedicado a mis consideraciones a partir de las enseñanzas de Richard Bellis. Pero la oposición o imposición del director, el productor o los ejecutivos puede dar al traste con sus magníficas ideas. Como expuse en el segundo editorial, enfrentarse al director puede ponerle en una situación comprometida, haciéndole pasar por conflictivo cuando lo único que pretende es mejorar el filme.
Desgraciadamente, muchos los que forman parte de una película tienen opinión sobre la música y no muestran reparos en expresarla: el montador sobre los metales, el director sobre una nota que cree discordante o sobre un instrumento que no debería estar ahí o el productor o los ejecutivos sobre toda la música si les parece poco bonita. No me estoy refiriendo a las aportaciones en positivo, que son de agradecer, sino a las que el compositor sufre porque llegan desde el territorio de la ignorancia. Tanto es así que un compositor joven o emergente puede haber hecho una filigrana que aplaudiría hasta el mismísimo John Williams (¿y por qué no?) pero por ser joven o emergente todo lo que recibe por agradecimiento es el desprecio y humillación de quienes jamás se atreverían con Williams o Zimmer. Un compositor joven o emergente (y no solo estos) suele estar en desventaja y en una posición frágil frente a los demás. Con una buena dosis de tranquilizantes, deberá tener paciencia, diplomacia y sabiduría para hacer frente a este tipo de situaciones, si es que le queda algún margen de actuación y no sucumbe a ellas. Muchos han caído.
No siempre es así, naturalmente, pero suele ser así especialmente con los compositores que comienzan, que además tienen por complicación añadida que otros compositores están dispuestos a hacer el mismo trabajo sin dar problemas, o se ofrecen gratis o incluso pagando ellos los costos, aunque el resultado vaya a ser de menor calidad. A veces la música no importa tanto.
Cuando la competitividad es tan alta, aumenta la docilidad y mengua la predisposición a defender criterios propios. Si un compositor que quiere conseguir una película ha de ser insistente en llamadas telefónicas, generoso en invitaciones a cenas, pródigo en apariciones en photocalls y fiestas, exquisitamente amable con gente que no lo merece y dispuesto trabajando para otros compositores, es prácticamente imposible que si finalmente consigue esa película vaya a querer discutir mucho con nadie: sabe bien que al otro lado de la puerta hay una cola de compositores que han hecho llamadas, invitado a cenas y aparecido sonrientes y halagadores en fiestas… ni siquiera debe ser conflictivo a posteriori: no hace muchos meses un célebre compositor publicó en Facebook un mensaje donde expresaba disgusto con el director con el que acababa de trabajar. No tardó mucho en borrar ese mensaje, por consejo de otros colegas.
A partir de un determinado nivel de prestigio, fama o poder estos paripés puede que no se necesiten, pero en otros niveles parece imprescindible participar en este circo para el que no todos están preparados, pues consume muchísimas energías, desgasta psicológicamente y puede anular las aspiraciones creativas de alguien con talento. Para hacer la misma miel hay muchas abejas, pero puede resultar amargo ofrecer la miel propia, elaborada y personal y que el apicultor elija a otra abeja, de menor categoría, no por su miel sino simplemente porque sabe que no le va a picar.
Pero desdichadamente esto forma parte del sistema. A esto hay que añadir que hay compositores que se mueven muy bien en estas condiciones, bien por falta de aspiraciones artísticas (quizás el concepto compositor-cineasta les parezca una idiotez) o bien por pragmatismo, o incluso porque saben dar lo que se les pide o no pueden dar más de lo que se les pide. Quizás no sean los mejores, pero son los que sobreviven. Y saben esperar: trabajando para otro compositor, solucionándole infinidad de problemas, aceptando que no será él sino su empleador quien se llevará los elogios y considerándose muy afortunado si al cabo de unos años logra escribirle música adicional y ser acreditado por ello. Un sistema duro, en el que muchos se quedan en el camino de la frustración y el fracaso.
Comencé el anterior editorial con la siguiente pregunta:
"Si a los compositores aspirantes a trabajar en el medio audiovisual se les diera a elegir entre desarrollar su carrera en la obediencia, haciendo lo que se les manda, o ser creativos, siguiendo la visión del director pero aportando ideas beneficiosas, ¿qué escogerían?"
Salvo intrusos o mediocres, no creo que haya un solo compositor emergente con talento y conocimiento que renuncie a ser algún día cineasta, como lo fueron tantos compositores del pasado y lo son varios del presente. Pero los tiempos han cambiado en la industria y no a mejor, y en lo que concierne a la música el cambio ha sido a mucho peor. En Estados Unidos especialmente, donde no solo lo sufren los compositores emergentes sino otros con nombre de prestigio tratados por directores e industria como si no tuvieran ninguno. Y aunque lo mejor del modelo norteamericano se está importando a Europa, en asuntos de producción y rendimiento, también lo peor se está incluyendo en el paquete. Asimismo, se ha disparado la cantidad de compositores aspirantes en busca de una oportunidad, lo que ha provocado que surja una legión de imitadores de lo que tiene éxito, de lo que se demanda, y que se vincule triunfo profesional (y lo que es peor, artístico) al mérito de haber sido uno más de las decenas de orquestadores a sueldo de un compositor célebre o haber firmado la banda sonora de una película de cierto renombre, aunque la música sea mediocre.
Lo peor de todo este proceso es que se llega a celebrar tener el nombre en los títulos de crédito como quien ha alcanzado la cumbre del Everest, con todo lo que conlleva de proyección pública (photocalls incluidos), pero los resultados cinematográficos, si los hubiera, pasan a segundo plano cuando no son desconsiderados, especialmente si el compositor emergente no se siente realmente partícipe de los mismos (a no pocos eso les da igual, de todos modos). No es poco frecuente asistir en Facebook a una feria de las vanidades en la que se aceptan elogios y alabanzas de gentes que… ni se han molestado ni tienen siquiera interés en ver la película motivo de tanto elogio, lo que debería resultar como poco ofensivo para un compositor-cineasta. La necesidad de reconocimiento es perfectamente comprensible y, dadas las circunstancias, no puede ser criticable, porque no son pocos los compositores emergentes mal tratados por la industria en lo profesional, en lo personal o en lo artístico, o en todas ellas. Y, de todos modos, tampoco es poco frecuente que ante la imposibilidad de haber evitado un destrozo de la música en el filme por las pésimas decisiones de otros, el compositor intente que por lo menos se le reconozca su labor como músico. No debería ser así, pero es así.
Y es por ello –para cerrar el círculo- que las enseñanzas de Richard Bellis resultan tan útiles para empezar a trabajar en el cine, y es por ello por lo que recomiendo tanto escucharlas. Pero el compositor emergente debe entender que todo el paisaje apocalíptico que aquí he descrito solo someramente puede ser una etapa de transición, un panal superpoblado de abejas deseando polinizar un campo con pocas flores. Todo depende de que tengan suerte y puedan demostrar que saben hacer la mejor miel. Y para eso hace falta que sean también cineastas. Y también que Estados Unidos importe lo mejor del modelo europeo.
English translation here.