Si Maurice Jarre no fuera el autor real de la música de Lawrence of Arabia (62) no cambiaría mi opinión sobre esta joya del cine, puesto que lo que me importa es el resultado. Pero pensar que no lo fue me provoca decepción, irritación y también, claro, cierta desconfianza que no debería generalizar. ¿Hasta qué punto los compositores de cine que celebramos son los autores reales de la música que admiramos? Yo nunca dudaré, y espero que nadie lo haga, de los Williams, Morricone, Rózsa, Iglesias, Mancini, Rota, y tantos y tantos más, pero parece que no todos los compositores tienen los mismos valores éticos. Partiendo, eso sí, de dar credibilidad a Gerard Schurmann (acreditado en la película de David Lean como orquestador) en lo que le cuenta a Stephan Eicke y que he comentado en el artículo de esta semana dedicado a su libro The Struggle Behind the Soundtrack. Schurmann, por cierto, también señala a Mario Nascimbene respecto a la banda sonora The Vikings (58), que no he incluido en el artículo pero que resumo aquí:
Tuve que escribir las escenas de acción porque Mario Nascimbene no sabía nada sobre escribir música de acción. No conocía su oficio. Tenía un ejército de escritores fantasma. Intentó muchas veces escribir música de acción, pero no le salía (...) la escribí yo (...) y no me pagaron. Me dijo más adelante: "ah, pero usaste mi material, ¿no?" Si hubiera empleado su material el copyright sería suyo. Le dije: "¡No, no usé nada de tu material!"
En el mismo artículo hago referencia al asunto de Daniel Kolton con Joseph LoDuca, y el etcétera de ejemplos conocidos y de ejemplos sospechados es largo. Parece ser una práctica extendida que compositores se aprovechen del trabajo de otros para luego firmarlo como propio. En realidad es algo que se ha ido sabiendo de prácticamente cualquier arte: pintores fantasma, escritores fantasma, directores fantasma, e incluso se puede ampliar a la Ciencia: ¿cuántos avances de la medicina, por ejemplo, son mérito de quien nunca se llevó el mérito? Es la condición humana y la vanidad y el dinero parecen ser buenas razones de peso para explotar a otras personas. Y en la música de cine era práctica normal en la época de los grandes estudios, como en los años de Mancini en la Universal: no se entendía la música como aportación artística sino como parte de un engranaje industrial.
Si lo que explica Schurmann fuera cierto, y hay fuentes que niegan que fuera así, la decepción que me produciría Maurice Jarre sería grande, porque Lawrence sí la siento artística y no industrial. Nada cambiaría, ni un ápice, en mi consideración entusiasta sobre la música en esa película, pues en una instancia suprema, también extrema y radical, quien sea el autor es menos importante que la obra, que es lo que finalmente queda. No descubro nada, y quien lea este editorial no debe descubrir nada tampoco, cuando afirmo que si esto sucede es bien por las premuras de tiempo o por la incapacidad de un compositor que no quiere perder su estatus: retomo aquí la anécdota que expliqué hace unas semanas sobre un muy buen compositor que para abrirse camino en Los Ángeles orquestó y rehizo casi por completo un tema musical de otro compositor y que, tras la grabación de la banda sonora, donde la orquesta se puso a aplaudir al compositor por la pieza que el orquestador le había arreglado, fue despedido y así se le cerró una puerta por haber hecho bien un trabajo que otro acreditó como propio.
Sí, estas cosas ocurren, sea cierto lo de Lawrence o no lo sea, que es lo más probable, pero que sucedan decepciona, entristece y sobre todo daña la reputación de la música de cine.