Los creemos inmortales pero vivimos viéndoles vivir sin asumir que lo único inmortal en ellos es su música, su legado y todo lo mucho que han aportado al cine y que permanecerá para siempre. Pero vivir hasta los 91 años no es haber vivido poco, y hay que despedir a la gente con gratitud. La muerte de Ennio Morricone es la muerte de un hombre pero no de la genialidad que sigue y seguirá viva mientras existan las películas a las que tanto ha engrandecido. Él se va, su obra se queda.
Fue un genio, fue un cineasta completo. Y para mí, y por muchas razones, fue el mejor de todos.
Habrá tiempo y desde luego muchas ganas de desglosar cuál ha sido el alcance de su increíble aportación al Séptimo Arte, que no fue solo la de poner música a las películas sino la de hacer que el cine lo fuera aún más gracias a ella. Morricone es un ejemplo, una referencia, una constante enseñanza y un modo de hacer cine que quizás muera con él, como mucho me temo sucederá cuando se deba despedir el otro inmenso dios de la música de cine, y que ahora ya está solo en el Olimpo de los vivos, el maestro John Williams. Una generación ya casi extinta de compositores cineastas que nunca más veremos repetir porque harán falta muchas generaciones para que haya una siquiera similar: esos compositores que arrancaron sus carreras en la década de los sesenta, provenientes de USA, de Francia, de Italia, de Reino Unido... y cuyas creaciones geniales han transitado por las décadas manteniéndose plenamente vigentes. Genios. Y Morricone fue, yo lo siento así, el mejor de todos ellos.
Emocional, intelectual, alegre, melancólico, intenso, sutil, hostil, divertido, serio, amable y también antipático. Este fue el Morricone humano y el Morricone compositor. Pasó penurias en su infancia, sufrió privaciones en la Roma llena de nazis y fascistas ayudando a su padre en los locales nocturnos donde este se malganaba la vida tocando música, y padeció humillaciones en el Conservatorio, cuando los niños de la élite se burlaban de él llamándole el trompetista, pues ese era el instrumento que debía aprender para ayudar a su padre. Pese a que con gran esfuerzo y sacrificio logró salir adelante y ya en los sesenta conseguir una posición económica holgada la dureza de esos años le marcó de por vida: tanto en el recor por aquellos que se burlaron de él (Nunca más supe de ellos, me dijo con cierta sorna en una entrevista) como por el miedo a no tener dinero: en el libro ahora más fundamental que nunca Ennio Morricone. En busca de aquel sonido: Mi música, mi vida, confiesa que no se sintió plenamente tranquilo en ese sentido... ¡hasta los años noventa!!
Esta fue seguramente una de las razones por las que trabajó sin descanso y en todo tipo de películas, algunas de ellas infumables. Pero en casi todas ellas dando lo mejor de sí mismo: con alrededor de medio millar de obras creadas para cine y televisión es obvio que las hay mejores y peores, pero son casi intexistentes aquellas que no tengan algo de interés para ser comentado o también estudiado. Fue un cineasta de primerísima categoría, el mejor compositor de cine que ha tenido el Séptimo Arte, el que más y con mayor variedad ha contribuido a modular y moldear la narrativa cinematográfica desde la música. Hay muchos Morricone en Morricone y la mayor parte es desconocido no solo por el gran público sino también por los cinéfilos y, quizás en menor grado, por los aficionados a la música de cine.
No es sorpresa que un hombre muera con 91 años, pero cuando he sabido la noticia esta mañana me he puesto a llorar, en plena calle, he roto a llorar. Por emociones encontradas: por la admiración, afecto y agradecimiento que le tengo desde que yo empecé a amar la música de cine, pero también porque yo, y la música de cine también, nos quedamos huérfanos. Solo pensar que nunca más habrá una nueva obra de Ennio Morricone es dolorosísimo. Pero si miramos lo que nos ha dejado a los que seguimos vivos solo podemos decirle: grazie, maestro.
Descanse en paz, maestro Ennio Morricone. Se va con la misión cumplida. Hoy le lloro, pero mañana y ya hasta el final de mis días no pararé de celebrarle.